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apenas me metí más arriba del tobillo. Subí hasta Fuensanta entre fajas y queixigos viejos por<br />
camino ya conocido. Nunca pasé de aquí. La sombra de la Peña me tapaba contrastando con las<br />
luces de las laderas al otro lado del Zinca, ya doradas. Y me encaminé hacia Oriente, hacia la<br />
luz, hacia lo que al fin sería acabar con la ignorancia, con las tinieblas.<br />
Laderas de carrascas arrasadas por los fuegos de estos años, era el paisaje que me<br />
rodeaba, vigas y barreros de carrasca y queixigos muertos se amontonaban a los lados de la<br />
senda. Decenas de hombres para mí desconocidos la mayoría, arrastraban madera con sus bajes.<br />
Al saber mi dirección, me engancharon un cuarentén de ocho varas para aprovechar mi<br />
presentación en Asán.<br />
Bueyes y vacas pasaban el aladro entre tierras calcinadas. Poco verde y poco árbol<br />
quedaban en la ladera de la gran Peña. Algún caserío de buena cantería con dibujos tallados de<br />
animales extraños vi por el camino. El paso era lento, pero los machos tiraban a gusto del<br />
madero acostumbrados a peores trochas. Al remontar la cuesta por encima del molino de la<br />
clamor d´Asán, vi el cenobio. Entre prados verdes con fraixins y queixigos, subían al cielo al<br />
menos diez columnas de humo, de otros tantos hogares encendidos. Gente, bulla, vida se veía a<br />
lo lejos. Pero ante todo, se sentía la luz del saber, del conocer el mundo, no como el resto de los<br />
mortales que habitábamos en negriuras más densas que el averno.<br />
Gentes más rápidas en su marcha que yo, me adelantaban con burricallos flacos cargados<br />
de carnes secas, pollos o almudes de cereal. Todo prebendas y censos que sacaban de lo más<br />
querido de sus lugares para cumplir con los hombres santos desde hacía mucho tiempo.<br />
Casi todo el mundo en estas tierras les pagaba obligaciones y diezmos ancestrales decididos<br />
por Señores, para así obtener un beneplácito, quizá divino, quizá terrenal.<br />
Casi todos, pero Antón de Bielsa no. No salía ni un pollo de Maceracandos que<br />
alimentara a los hombres sabios, ni un gramo de ordio. Todo lo más que hacía el Señor era<br />
mandar manos a trabajar, y después de recibir presiones más altas, imagino.