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epugnante: la sed de sangre del público congregado, el sistema para dar muerte al reo, la cesta<br />
para que la cabeza no rodara por la tarima, yo mismo... Hasta el ruido de la cuchilla al llegar a<br />
lo alto de la carrera para descargar su golpe mortal.<br />
Fue entonces cuando la tarde en el establo llegó fresca a mi memoria.<br />
Gerard acariciaba con delicadeza la grupa de Yaiza, y yo, detrás de él, observaba la escena.<br />
“La jaca se mueve bastante, pero me gustaría sacarle una fotografía”, me dijo.<br />
—Gerard, antes, quisiera hablar con usted.<br />
El médico se dio la vuelta y me miró expectante.<br />
—Usted dirá.<br />
—Lo que quiero contarle es muy delicado. Yo diría que, en realidad, jamás he tenido en mi<br />
vida algo más complicado que explicar.<br />
—Me asusta usted.<br />
Hice pasar al doctor a mi casa y sentados en el salón, al abrigo de la chimenea, mientras nos<br />
tomábamos una taza de cacao caliente, le estuve contando todos y cada uno de los detalles de mis<br />
conversaciones con Aloïs: su idea de acabar con él, sus mentiras acerca de su afición a la bebida, sus<br />
reproches por no tener descendencia, el dinero que me pagó. A medida que fui desgranando toda la<br />
historia, Gerard fue cambiando su semblante de la sorpresa a la incredulidad, y de la incredulidad, a<br />
la ira. Tanto fue así que tuve que tomarle por el brazo en un par de ocasiones para que no se levantara<br />
del asiento camino de su casa.<br />
—Tengo los 90.000 mil francos aquí.<br />
—Pero Aloïs... Ella tiene mucho más de lo que necesita —musitó perdiendo la mirada en la<br />
taza de chocolate que humeaba delante de él.<br />
—Todos queremos más, Gerard. Y si he tomado el dinero ha sido para probarle a usted que no<br />
le miento, que no me estoy inventando nada. Se lo devolveré todo ahora mismo.