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Yo le besé la mano y me arrodillé, pero él me levantó y empezó a hablar con lengua suave,<br />
casi musical para lo que yo tenía costumbre. Me agradeció el trabajo que hacíamos los hombres<br />
de estas tierras a favor de Dios y el Santo Beturián. Me preguntó por mi, mi lugar, mi familia,<br />
mi vida. Mientras yo le contaba entrecortado, y entre temores, mi corta y negra existencia, él<br />
me escuchaba atento sin apenas pestañear y con una sonrisa casi fija en su rostro. Cuando callé,<br />
él me pregunto si sabía porqué había venido yo aquí, al lugar santo. Le dije que mi Señor, Antón<br />
de Bielsa, señor de Maceracandos, me había mandado. Levantó la mano, quitó su sonrisa y me<br />
dijo: “El único Señor que te manda es Dios y Don Sancho, señor de estos lugares. Acuérdate. No<br />
temas en hablar de la gente de este mundo y menos de ese hombre que no ve más Dios que a él<br />
mismo y más señor que las riquezas. Entiendo tu silencio por tu miedo. Ahora ve y duerme, nos<br />
veremos pronto.”<br />
Me tendió la mano, le besé los aros y salí de ese lugar para volver al mundo normal. Mi<br />
mundo, con mis gentes. Me pareció haber vivido un sueño de sonidos y silencios. De paz y de<br />
miedos internos. No pude dormir en toda la noche, ni en otras muchas después, y ya nunca nada<br />
fue igual para mí.<br />
También me di cuenta de que l´abate tenía el mismo aprecio que yo al Señor de la Torre<br />
de Maceracandos, que ahora solo intuía hacia el oeste y me hacia remerar lo poco que me<br />
quedaba allí, mi hermana y mi paisaje.<br />
En ese mi primer invierno en Asán, cambió mi rutina de miserias. Entablé buena relación<br />
con Aurelio y con algún otro, como Bernardo, monje serio pero atento a todo lo que le rodeaba,<br />
aunque era al que las ropas negras le daban un aspecto más sombrío. Era en el cenobio la<br />
antitesis de Aurelio “el risueño”.<br />
Ya no quedaban muchos hombres en el tajo, y a mi me cambiaron de faena. Pasé a ser el<br />
pastor de los pocos ganados que había en Asán.