portada en archivo aparte - Biblioteca Digital Universidad de San ...
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a con los ojos sombríos, su cabeza era tan alargada que el m<strong>en</strong>tón rozaba la<br />
mesa.<br />
Beto Moscardi había llegado dos días antes. T<strong>en</strong>ía la pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> los que duerm<strong>en</strong><br />
<strong>de</strong> día. Sus manos terminaban <strong>en</strong> <strong>de</strong>dos finos y suaves. Manejaba un Ford<br />
Victoria <strong>de</strong>l 55 que había ganado tirando dados <strong>en</strong> Comodoro y cada vez que<br />
veía el avión <strong>de</strong> los sueldos, volando hacia el sur, sabía que t<strong>en</strong>dría trabajo.<br />
Trabajaba una semana por mes. Luego paseaba por todos los bares tratando<br />
<strong>de</strong> no per<strong>de</strong>r la s<strong>en</strong>sibilidad <strong>en</strong> los <strong>de</strong>dos, para cuando tuviera que jugar <strong>en</strong><br />
serio.<br />
Esa noche <strong>en</strong> el «California» se le había pres<strong>en</strong>tado la oportunidad. El tipo<br />
andaba forrado. Tomaron unas copas y el otro le contó que había v<strong>en</strong>dido la<br />
lana y volvía a su casa. Era un campo chico, así que no t<strong>en</strong>ía vehículo. Moscardi<br />
le ofreció el Victoria pero el punto no quería un auto. Buscaba una camioneta.<br />
No hubo acuerdo hasta que lo invitó a jugar<br />
―A lo mejor le sale el coche gratis ―le dijo.<br />
Subieron al Victoria. El hombre a<strong>de</strong>lante. La mujer atrás. El perro siguió el automóvil<br />
hasta que llegaron al California. Entraron y pasaron directam<strong>en</strong>te a las<br />
mesas <strong>de</strong>l fondo. A<strong>de</strong>lante algunos perejiles jugaban liviano, como para pasar<br />
la noche sin sobresaltos. Se s<strong>en</strong>taron y les trajeron cartas y bebidas.<br />
Contra la pared, lejos <strong>de</strong>l jugador, estaba la mujer con el perro. Ella t<strong>en</strong>ía el<br />
pelo, mal teñido <strong>de</strong> rubio, que le caía formando ondas sobre la cara <strong>en</strong>vejecida.<br />
Alisó su vestido y se aferró a la cartera marrón. El perro levantó la cabeza cómo<br />
si hubiera escuchado un llamado que sólo él pudiera oír. Jugaron toda la noche<br />
y el hombre perdió: se jugaba fuerte <strong>en</strong> el California.<br />
―No t<strong>en</strong>go resto ―dijo― sino capaz que me <strong>de</strong>squitaba.<br />
―El perro parece bu<strong>en</strong>o ―escuchó <strong>de</strong>cir.<br />
―No, el perro no es mío, no puedo jugarlo a los naipes.<br />
―Pi<strong>en</strong>selo, al perro se lo acepto. ¡A la mujer ni <strong>en</strong> pedo!<br />
Moscardi sabía que esa noche podía ganar todo lo que quisiera. Si hasta podía<br />
darse el lujo <strong>de</strong> aceptar una apuesta por un perro que podía recoger <strong>de</strong> la calle<br />
y una mujer que no se llevaría ni regalada.<br />
―Bu<strong>en</strong>o le acepto la apuesta. Pero mire como son las cosas. Si me hubiera<br />
108 ª <strong>Universidad</strong> <strong>de</strong> <strong>San</strong> Bu<strong>en</strong>av<strong>en</strong>tura Cali