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Suplemento "Aquí vivía yo"

Suplemento sobre pueblos abandonados de Navarra

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25 de noviembre de 2015 | “<strong>Aquí</strong> <strong>vivía</strong> yo”<br />

11<br />

▶ José Antonio Landa<br />

narra su niñez en el que<br />

siempre será su pueblo.<br />

FOTO: izania ollo<br />

Peña<br />

Año de extinción: 1952<br />

Último habitante: Nicanor Leoz<br />

Pamplona<br />

Como no teníamos<br />

ningún tipo de contrato,<br />

nos tuvimos que ir. Nos<br />

fueron despachando<br />

uno por uno<br />

José Antonio Landa<br />

ÚLTIMO NACIDO EN PEÑA<br />

que hay en el salón. En<br />

esta pareja había una diferencia<br />

de 19 años. “El enlace<br />

entre mis padres tuvo sus más y<br />

sus menos. Mi abuelo materno no<br />

era muy partidario de esta boda,<br />

pero al final cedió y hoy es el resultado<br />

de ese gran momento”,<br />

recuerda felizmente. Durante la<br />

Guerra Civil, cambiaron las tornas<br />

en el pueblo: la mayoría de<br />

los hombres, que habitualmente<br />

se encargaban de sacar adelante<br />

el trabajo en el campo, tuvieron<br />

que acudir al frente, por lo que<br />

la localidad quedó a cargo de las<br />

mujeres.<br />

“Cuando la Guerra acabó, todo<br />

volvió a la normalidad”, explica<br />

José Antonio. Su tío Nicanor retomó<br />

su trabajo como cartero: tenía<br />

que bajar todos los días a Torre<br />

de Peña, coger una bicicleta e<br />

ir hasta Sangüesa, donde recogía<br />

y repartía el correo por las Bardenas.<br />

Por ello, al mismo tiempo<br />

hacía de guarda. El resto del pueblo<br />

también reanudó sus tareas.<br />

Una parte importante de este enclave<br />

rodeado de vegetación era<br />

el horno donde cada semana las<br />

familias se turnaban para hacer<br />

pan. Había trabajo para todos:<br />

la gente mayor también ayudaba<br />

en las tareas, a pesar de las dificultades<br />

del terreno. “Abajo, en el<br />

barranco, a una hora y media del<br />

pueblo, teníamos unos huertos a<br />

los que mi abuela iba a buscar las<br />

verduras”, recuerda José Antonio.<br />

Pero si hay algo que este navarro<br />

recuerda como un hecho de especial<br />

dificultad eran aquellos momentos<br />

en los que algún vecino<br />

enfermaba. Entonces, “se montaban<br />

en el burro para bajarlos<br />

hasta Torre de Peña, un pueblo<br />

cercano al que acudía el médico”.<br />

No había electricidad, por lo<br />

que utilizaban candiles para iluminar<br />

las casas. Tampoco tenían<br />

calefacción. Utilizaban leña para<br />

calentarse en esos inviernos fríos<br />

que dejaban grandes mantos de<br />

nieve. Y en las casas no había<br />

cristales por lo que las ventanas<br />

estaban tapadas con trapos. “Debíamos<br />

ser más fuertes”, dice José<br />

Antonio.<br />

Un cazador de siete años<br />

José Antonio todavía siente ese<br />

amor por la caza que le inculcaron<br />

desde pequeño. En los años<br />

cuarenta, Peña sobre<strong>vivía</strong> gracias<br />

a la montería, una de las grandes<br />

fuentes de alimentación para el<br />

pueblo. “Más allá de ir a la escuela,<br />

lo que hacíamos era tirar<br />

piedras e ir con mis tíos a cazar.<br />

Con tan solo siete años ya subía a<br />

la cima a capturar algún animal”,<br />

comenta. A los ocho años ya estaba<br />

a tiro limpio con todo lo que<br />

corría por el monte. “Te asomabas<br />

a las piedras y teníamos conejos<br />

y más conejos. Solo tenías que<br />

echar un vistazo desde la ventana<br />

y matabas lo que querías”, comenta<br />

reviviendo aquellos años en los<br />

que había una plaga de gazapos.<br />

Pese a estar en una zona un<br />

tanto inaccesible, en Peña se<br />

comía bien y “nunca faltaba de<br />

nada”. El pescado era un auténtico<br />

manjar que muy de vez en<br />

cuando su tío Nicanor traía de<br />

Torre de Peña. Otras veces eran<br />

las mujeres quienes bajaban a por<br />

esta codiciada “carne de mar”.<br />

Pero el gran problema que había<br />

con el pescado era en verano,<br />

porque no tenían nevera y los alimentos<br />

no se podían conservar.<br />

Lo único que les servía era una<br />

fresquera que tenían en la ventana<br />

y que mantenía conservado en<br />

buen estado los alimentos cuando<br />

la temperatura exterior era cálida.<br />

Las fiestas de Peña eran un reclamo<br />

para todos los municipios<br />

de la zona e incluso se acercaba<br />

gente desde Pamplona. Cada 11<br />

de noviembre se festejaba San<br />

Martín y se celebraba una misa en<br />

honor al patrón del pueblo, además<br />

de realizarse una procesión<br />

por todas las calles de la villa. Era<br />

tradición matar un cordero y se<br />

terminaba el día con los bailes al<br />

son de los músicos que iban desde<br />

Sos del Rey Católico. (Zaragoza).<br />

Los primeros que decidieron<br />

marcharse de esta meseta fueron<br />

los Landa-Leoz, quienes se mudaron<br />

a un caserío cuando José<br />

Antonio apenas tenía tres años.<br />

El pequeño se quedó viviendo con<br />

su abuela y estuvo yendo al colegio<br />

hasta que tuvo que marcharse.<br />

El éxodo de los habitantes de<br />

Peña no fue por mero gusto. Los<br />

condes de Elio, dueños del pueblo,<br />

solicitaron a los vecinos que<br />

lo fueran abandonando. Pasaron<br />

unas cartas donde decían que<br />

ellos mismos querían trabajar<br />

las tierras. La idea fue del yerno<br />

del conde, que quería poner en<br />

práctica su profesión de ingeniero<br />

agrónomo. “Como no teníamos<br />

ningún tipo de contrato, nos tuvimos<br />

que ir. Nos fueron despachando<br />

uno por uno”, dice este<br />

antiguo habitante.<br />

Los únicos que se quedaron<br />

fueron su tío Nicanor, que trabajó<br />

de guarda y de encargado del correo,<br />

y su tía Asunción que se quedó<br />

trabajando como agricultora.<br />

Vivieron allí poco tiempo más,<br />

pero mientras ellos estuvieron<br />

ahí, José Antonio seguía subiendo<br />

a Peña siempre que podía a cazar.<br />

Un tiempo más tarde, en la década<br />

de los sesenta, en esas casas<br />

abandonadas, se instaló un ermitaño<br />

belga que estuvo varios<br />

años. Era el padre Arnaldo de<br />

Liedekerke, un monje dominico<br />

que había sido ingeniero, pero<br />

tras sufrir una descarga eléctrica<br />

cuando estaba en una torre de<br />

alta tensión, su vida cambió de un<br />

modo radical y se trasladó a las<br />

tierras de los condes de Elio. “Solo<br />

comía pan, huevo, trigo y leche.<br />

Semanalmente subíamos a dejarle<br />

la comida en una encina. Nunca<br />

le veíamos pero, -prosigue José<br />

Antonio- cuando se ponía malo,<br />

sacaba una sábana blanca por la<br />

ventana y la dejaba colgada, era<br />

su manera de comunicarse”.<br />

Hasta pasada la adolescencia,<br />

José Antonio no había puesto un<br />

pie en Pamplona. “La primera vez<br />

que la vi no me causó tanta sensación,<br />

aunque se me hizo extraño”,<br />

confiesa José Antonio. Cuando<br />

tuvo la edad suficiente pasó a<br />

trabajar en la empresa La papelera,<br />

donde permaneció 37 años.<br />

Asegura que allí se formó como<br />

trabajador y creció como persona.<br />

Poco a poco iba escalando puestos<br />

con mucho esfuerzo. Tras esas<br />

décadas de duro trabajo se jubiló<br />

y ahora lleva 16 años compaginando<br />

lo que más le gusta: estar<br />

con su familia e ir a cazar.<br />

José Antonio llevó a gala el ser<br />

el último nacido en Peña hasta<br />

que un trámite administrativo<br />

lo hirió en su orgullo. “La última<br />

vez que volví a renovarme el carnet<br />

me dijeron que ya no existía<br />

mi pueblo como tal”. Al parecer,<br />

Los niños de la<br />

vieja escuela<br />

el municipio que vio nacer al mayor<br />

de los Landa no estaba al corriente<br />

de pagos, por lo que pasó a<br />

depender de Javier, aldea a la que<br />

llevaron todos los papeles de Peña<br />

tras quedar deshabitado.<br />

Aunque en el documento de<br />

identidad de José Antonio ponga<br />

que él es de Javier, su corazón<br />

estará en aquel pueblo que conocía<br />

como la palma de su mano.<br />

Hoy vuelve abrir ese cerrojo de<br />

su memoria que guarda tantos<br />

apreciados recuerdos y concluye:<br />

“Lo que más echo de menos es la<br />

paz que tenía cuando estaba en<br />

Peña. Nunca más la he vuelto a<br />

encontrar”.<br />

Antiguos compañeros de la escuela a la que iba José Antonio.<br />

José Antonio estuvo en la escuela<br />

de Peña hasta los ocho años.<br />

Las niñas que venían de Sofuentes<br />

tenían por lo menos hora y<br />

media de camino para llegar a<br />

clase. Allí se juntaban unos diez o<br />

doce niños cada día. “El maestro<br />

que nos enseñaba era manco,<br />

pero era increíble como tocaba<br />

el piano”, dice José Antonio.<br />

El docente era mayor cuando<br />

llegó a Peña, pero se casó poco<br />

tiempo después con una tía de<br />

José Antonio.<br />

A los pocos años, cuando su<br />

abuela se fue del pueblo, José<br />

Antonio se tuvo que cambiar de<br />

escuela y cerrar así una etapa de<br />

su niñez en la que había aprendido<br />

mucho. “Cuando me cambiaron<br />

a la otra escuela, a los dos<br />

meses me subieron de curso,<br />

porque yo ya sabía multiplicar,<br />

dividir… En Peña nos enseñaban<br />

de todo”, afirma con orgullo.<br />

No solo los niños eran los que<br />

aprendían durante esa época.<br />

Después de volver de la mili, los<br />

padres que habían nacido ahí<br />

y que no habían podido ir a la<br />

escuela porque no disponían de<br />

maestro, recibieron las clases<br />

correspondientes para ponerse<br />

al día. “Era una escuela nocturna<br />

que el maestro había organizado”,<br />

relata. Entre aquellas<br />

paredes descansan buena parte<br />

de los recuerdos de su infancia.

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