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Nota<br />

de tapa<br />

La<br />

sagrada<br />

familia<br />

POR Christian Kupchik<br />

Cierto día, el albino Félix Ventura recibió en su casa de Luanda a un potencial cliente.<br />

Se trataba de un extranjero, con acentos múltiples, que buscaba una historia. “Su”<br />

historia. Lo buscaba todo, partiendo del nombre. Félix Ventura debió aclarar que su<br />

oficio no era el de falsificador, sino el de “fabricante de sueños”. El visitante estuvo de<br />

acuerdo, lo que necesitaba eran papeles, imágenes e historias de tías y abuelos, primos<br />

y primas; en suma, testimonios de un pasado que nos explique, nos refiera, nos otorgue<br />

una justificación y una pertenencia. Una genealogía que nos haga partícipes de un código<br />

común, un árbol que entierre sus raíces en las apostillas del presente. Retratos y<br />

relatos. Por algo el albino Ventura publicitaba su tarea entregando una tarjeta de visita,<br />

en buen papel, con la siguiente oferta: “Dele a sus hijos un pasado mejor”.<br />

Cumplida la misión, el extranjero volvió a nacer como José Buchmann, y no solo tenía<br />

los papeles que lo certificaban, contaba además con un complejo linaje que incluía un<br />

abuelo de prosapia y padres con biografías extravagantes y derivas por múltiples países.<br />

Tan encantado quedó el flamante Buchmann con su historia de fotógrafo de guerra<br />

que presuntamente superaba el medio siglo, que decidió dar un paso más allá, incluso<br />

frente a la oposición de su “hacedor”, el soñador Ventura. Todo lo que necesitaba<br />

ahora era dar con el paradero y señas vitales de sus progenitores de ficción. Y lo más<br />

increíble es que lo consiguió, no solo pudo localizar las tumbas de sus padres “imaginarios”,<br />

también halló fotografías y otras pruebas de su existencia. “Necesitaba que Félix<br />

creyera en mi biografía. Si él la creía, todo el mundo la creería también. Hoy, sinceramente,<br />

hasta yo mismo la creo”.<br />

Este episodio de El vendedor de pasados, novela del angoleño José Eduardo Agualusa,<br />

grafica de manera explícita la común necesidad de encontrar un pasado nuclear que, de<br />

alguna manera, revele nuestra identidad. Es y ha sido un tema inmanente a las preocupaciones<br />

de la humanidad desde su más tierna edad. La familia trasciende así el concepto<br />

de unidad biológica o natural, para convertirse en una construcción social que comprende<br />

modos y culturas diversas, hasta incluso antagónicas. Acaso debido a su flexibilidad, la<br />

familia es interpretada como la institución humana más antigua.<br />

Con los primeros asentamientos urbanos se iniciaron nuevas formas de relación y<br />

convivencia solidaria. En civilizaciones primitivas, el miedo condicionaba los vínculos:<br />

los antepasados ausentes decidían todo. El poder de los muertos fue cediendo y<br />

postergando las exigencias de los ancestros. Los padres vivos debieron hacerse cargo<br />

de la nueva autoridad, y esto significó toda una revolución: no siempre los hijos estaban<br />

dispuestos a seguir el mandato.<br />

Por entonces, el amor no era entendido en los términos del presente ni ocupaba el<br />

lugar que hoy ostenta. Si bien ninguna civilización dejó de lado el afecto entre padres<br />

e hijos, ese sentimiento no determinaba objetivos vitales. Por ejemplo, en la antigua<br />

Roma Cicerón afirmaba que el amor debía quedar fuera del matrimonio, pues “instituciones<br />

primordiales de la república (la familia, entre ellas) no podían depender del<br />

vaivén de las pasiones”. Y aun antes, en el Libro V de La República, Platón refiere<br />

que Sócrates dice a sus interlocutores que “una ciudad justa es aquella en la que los<br />

ciudadanos no tienen lazos familiares”.<br />

Hasta el siglo X, en grandes zonas de la Europa Occidental, el matrimonio era un tema<br />

civil que involucraba a las parejas y a sus familias, ya que era el padre quien pasaba la<br />

tutela de su hija al esposo. Dicho acto se realizaba en un ámbito público con rituales<br />

mínimos tales como un beso, el intercambio de objetos o algunas palabras de bendición<br />

y asentimiento. En ciertos casos los contrayentes se veían impedidos a tener<br />

relaciones íntimas por un plazo de tres a treinta días después del matrimonio, en tanto<br />

el vínculo podía romperse o sellarse con la misma laxitud. Al cabo de algunas transiciones<br />

el matrimonio se irá consolidando, en particular cuando comienza a ser regulado<br />

por el derecho canónico, que determinará derechos y obligaciones de los contrayentes<br />

más que nada en lo que concierne al patrimonio y la herencia.<br />

Cuando la Iglesia asume el control de la sexualidad y de la educación, determinando<br />

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