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Cuento
DOS
Me había encontrado con dos amigos en la calle. Matías, un ex compañero
del colegio, quien al parecer había cambiado sus rastas y su gorra
hippie por un traje de ejecutivo bien presentado. Me saludó desde la esquina
y agradecí que no se acercara. Este día ya tuve suficiente con los tipos
que se acercan o no, que hacen cosas o dejan de hacerlas, como Jalil,
el otro amigo a quien encontré en la mañana mientras llevaba a Chachay
a la peluquería. Él sí se acercó a saludarnos con su prosa de hombre intacto.
Era mi ex. Lo recuerdo con cariño y nos mantenemos en contacto,
pero me molestó sobre manera que no hubiera estado más cariñoso con
Chachay, siendo, como habíamos acordado, su tío adoptivo. Se limitó a
rascar sus orejitas puntiagudas. Chachay se hizo la desentendida, tembló
un poco más, y se pegó a mí. Me di cuenta que sintió esa caricia como
algo lejano y árido. Jalil, debíamos aceptarlo, no era más su tío. Este
hombre de barba bíblica se despidió y ni siquiera me dejó que bromeara
con él. Así que el hecho de que Matías no se haya acercado a saludar, me
producía cierto alivio. Me miró desde la acera, se tomó el pecho con la
mano y creo que vi una reverencia hecha por su traje de corte inglés. No
estoy segura de si lo hizo porque ahora me veo mejor, con este aspecto
como de clase que otorgan la seguridad y la experiencia y una linda falda
colorida usada en un día sombrío. Por eso me sentí, como dice mi madre,
altiva y donosa. Tomé a Chachay en mis brazos. Olía a perfume, a un perfume
post baño que en la peluquería de mascotas se empeñan en usar a
pesar de las indicaciones que una le da al joven de mirada abstraída que
recibe a tu mascota como si fuera un mueble. Pobre Chachay, lo que tie-
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