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Tú belleza me hacía pedazos
puerta de entrada al edificio, el día siguiente, para que cuando yo saliera
a pasear a Chachay encontrarlo con los brazos abiertos y fríos, con olor
a madrugada, diciéndome, Malú, querida, solo soy un imbécil que no
sabe cómo rellenar agujeros ni tapar baches y he decidido aceptar que no
quiero tu exclusividad porque no la merezco, nadie la merece, de hecho.
Subimos al tercer piso, cominos un pedazo de pan de molde caducado
Chachay y yo, porque además era una mala madre que no había comprado
la comida para ambas. Me quedé despierta toda la noche pensando
que la luz que tenía al lado, no la que estaba en el velador, sino la que
iluminaba desde mi cabeza de mujer insomne, probablemente durase
más que la del color blanco que, según yo, me daba sosiego desde hacía
algunos años en mi habitación. El insomnio trepó como una enredadera
por mi cuerpo, lo sentí subir desde el dedo gordo de mi pie derecho
hasta la coronilla. Luego, como una lechuza de oscuros ojos amarillos,
se posó sobre el cabecero de mi cama a interrumpir la energía sideral de
Orfeo, como decía mi padre, otro insomne empedernido. Me dije, Malú,
tienes que aceptar lo que te ha tocado en la vida. Quizás esta bestia no
es tan fiera como la pintan. Simplemente que otra vez esta aquí, ante ti,
menuda bestia marchita; otra vez este color propio de los ojos horribles
de la imposibilidad de dormir, de vivir, que en mi cabeza se empecina
en acumularse. Cuando pasa esto odio más que nada el color amarillo
y las lechuzas me causan más miedo aún, mucho más que las palabras
hirientes de Mario.
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