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Cuento
libélula de odio. Apresuró el paso y se plantó en mi delante. Me dijo que
algo no estaba bien conmigo. Espera un momento, ¡maldita sea!, Malú,
gritó, y sentí que la noche se iba convirtiendo en un pozo sin aire, porque
me costaba respirar y sentir que la vida se consumía a nuestro alrededor,
insoluble y cadenciosa aún, con los zumbidos de las máquinas insensibles
y sus tubos de escape o de los despistados peatones que tropiezan
contra las personas que discuten con pasión por una relación condenada
al fracaso. Cuando me gritó que por mi egoísmo estaba sola y una perra
chihuahua era mi único consuelo, sentí que la guillotina de la noche cayó
contra mi cuello y el olor de Mario, ese olor de hombre de madera, se me
hizo insoportablemente fétido. Sí, le dije, Chachay es mi único consuelo,
y no tienes por qué soportar que solo ella lo sea y tú hayas pasado a
formar parte de los motivos de mi cólera constante, de mi asco, le grité.
Se quedó allí, estático, resoplando, en medio del alboroto nocturno de
la calle. Todo porque es un terco y no admite que yo tenga la razón, que
abra mis ojos y despierte del letargo al que sus “ardides”, como dice mi
madre, me tienen atada. Sí, es verdad, fue él quien me pidió que sea su
novia, ahora que lo recuerdo. Y yo rechacé esa propuesta porque aún no
estoy lista para volver a hacer algo tan descabellado como eso; porque
quiero vivir, quiero descubrir un mundo más allá de su nariz, o al lado de
su ganchuda nariz aplastada hacia abajo.
Mientras subía a mi departamento, a salvo de él, porque me sentí atacada
y frágil cuando me gritó esas terribles cosas, con Chachay abrazada a
mí, sentí un mareo y una necesidad imposible que me empujaba a querer
de manera descomunal, inhóspita, que Mario aparezca allí, delante de la
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