ENTRE DOS SIGLOS: MÚSICA Y MÚSICOS DEL MERENGUE 424 bles, sufridas con estoicismo incomparable, pero que ha sabido construir refugio seguro en su propia <strong>música</strong>. La tambora canta y llora a la vez y se abraza a la güira como el que busca consuelo. Unida a ella va el jaleo <strong>del</strong> acordeón, de relevo en el saxofón, orlada la estampa con los ayes <strong>del</strong> canto profundo, lamentoso y dizque-alegre, es una estampa de bucólica especie. Un buen tamborero se define primeramente por la exactitud de su tiempo a lo largo de la pieza, sin atrasos ni a<strong>del</strong>antos, constante <strong>del</strong> principio al final. El <strong>merengue</strong> no supone «ritardan<strong>dos</strong>» ni mucho menos «acceleran<strong>dos</strong>»: tal como comienza así debe terminar, y con esta cadencia propia se embruja el bailador. En esta peculiaridad se asemeja nuestra <strong>música</strong> al jazz clásico, condición que puede definirse como «moto perpetuo», pero que los <strong>músicos</strong> americanos lo llaman simplemente, «straight-ahead», ¡elocuente definición! Otra cualidad ineludible es la fluidez natural de los «golpes» entrecruza<strong>dos</strong>; entiéndase por esto, el carácter de alternancia entre ambas manos que presupone el toque de la tambora, utilizando un corto trozo de madera por una parte, complementado con los apuntes ejecuta<strong>dos</strong> con la mano «limpia», provocando un efecto de continuidad o momentum semejante a una maquinaria de precisión en movimiento. Estos módulos o patrones rítmicos, sobre todo el básico, evoca el repicar de campanas ejecutado en ciertas iglesias, elemento que aduce Luis Alberti como de posible influencia en nuestra <strong>música</strong>. En cuanto a esta observación, curiosa por cierto y digna de tomar en cuenta, valdría la pena determinar, quién ha influenciado a quién. Y si discurrimos en este sentido, encontramos que la Iglesia Parroquial de Puerto Plata, por ejemplo, estaba dotada desde principios <strong>del</strong> Siglo XX de 4 campanas: 2 pequeñas de diferente tamaño, otra de bronce grande y sonora, y la mayor de hierro, de sonido grave y gran alcance. Manipular estas poderosas campanas requería la participación de 3 campaneros de buena capacidad física y mejor sentido rítmico; uno tocaba las <strong>dos</strong> pequeñas produciendo un efecto similar al repique más agudo de la tambora cuando en sus bordes es percutida por el palo; la parte intermedia <strong>del</strong> patrón tamborero, llevada por la mano limpia correspondía a la de bronce mediana, asignándole el ENTRE DOS SIGLOS: MÚSICA Y MÚSICOS DEL MERENGUE 425 remate grave a la más sonora de hierro. Ahora, nos preguntamos junto al maestro Alberti, ¿imitaban los campaneros a los tamboreros, o acaso vienen estos toques de campana desde la distancia y los años a insinuar la conformación de este ritmo llamado <strong>merengue</strong>, único en todo el orbe? Al final de cuentas, campaneros o tamboreros, entre dominicanos está el asunto. De antaño, ha persistido en el país la convicción de cierta invencible dificultad para un músico extranjero, al tratar de aprender a tocar la tambora dominicana. Esta percepción puede resultar errónea, sobre todo en el caso de percusionistas de cierto calibre profesional que nos han visitado (Francisco Hernández, apodado el «pavo», baterista venezolano de la Orquesta Angelita), capaces de descifrar las combinaciones entrecruzadas con las manos, enrevesadas por demás, creadas desde más de un siglo por una secuela interminable de tamboreros. Un aspecto, sin embargo, que podría considerarse de gran dificultad, consiste en los llama<strong>dos</strong> «repiques», inventa<strong>dos</strong> por los viejos ejecutantes para adornar sus interpretaciones, sobre todo en puntos claves y en concordancia con la instrumentación. No menos complica<strong>dos</strong> son, aquellos solos intercala<strong>dos</strong> en los jaleos, cuando el músico improvisa demostrando su dominio <strong>del</strong> instrumento, ejecutando figurajes indescifrables, casi imposibles de transcribir, acusatorios de genialidad. Dignos de admiración son estos geniales tocadores de tambora , si se toma en cuenta las limitaciones de un instrumento como el que nos ocupa, constituido solamente por un pequeño barril de madera, cubierto de parches por ambos la<strong>dos</strong> y con bordes de bejuco criollo, tensado el conjunto por cuerdas entrecruzadas, para ser tocado con un corto bolillo y una mano al desnudo. El ejecutante no dispone de platillos, ni bombos, ni tom-toms, tampoco de cencerros. Es un hombre solitario que lleva la carga de una orquesta entera, to<strong>dos</strong> bajo su dependencia metronómica y rítmica. Cuando este es inconsistente, la nave entera se ladea de un costado a otro y finalmente se va a pique. Justo es mencionar a los más ilustres <strong>músicos</strong> ejecutantes de la tambora, aquellos que la han enaltecido con sus respectivos talentos. Sin embargo,
una gran dificultad siempre ha subsistido al tratar de obtener sus verdaderos nombres, en razón de los apo<strong>dos</strong> con los cuales se les ha conocido por generaciones. En parte culpables de esta ocurrencia son los productores de discos y espectáculos, quienes han terminado por aceptar e incluir estos sobrenombres en sus notas de referencia. Comencemos por el gran «Flinche» (José Rodríguez), a quien se le asigna gran importancia como creador de múltiples variaciones en los jaleos y «pambiches»; fue además el primero en tocar la tambora sin usar bolillo alguno en la mano izquierda , a mano «limpia»; el venerable «Tapacán», tamborero <strong>del</strong> maestro Luis Alberti, cuyo verdadero nombre era Federico Colón; luego, Jesús Benítez, conocido como «Cachú», Luis Quintero, Juan Miró Andujar («Catarey») y su hermano Tito Andujar, José Cordero («Cheché el Venado»), Juancito Trucupey, Ra-