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viejo dicho: “De tal palo, tal astilla”.
Esto me recuerda el chiste de una mujer que prepara las rebanadas de jamón
cocido para cenar cortándoles los dos extremos. Su marido, que ya había observado
dicha práctica, le pregunta un día por qué corta los extremos del jamón. Ella le
contesta: “Así lo hacía mi madre”. Resulta que la madre de ella venía esa noche a
cenar. Así que le pregunta por qué cortaba los extremos del jamón, a lo que ella
responde: “Mi madre lo hacía siempre así”. De modo que deciden llamar a la abuela
por teléfono para hacerle la misma pregunta. ¿cuál creéis que fue su respuesta?
“¡Porque mi sartén era demasiado pequeña!”.
La cuestión es que, en general, en el ámbito del dinero tendemos a ser idénticos a
uno de nuestros progenitores o bien adoptamos una actitud que es combinación de las
que cada uno de ellos tenía.
Por ejemplo, mi padre era empresario de la construcción. Construía entre una
docena y cien casas por proyecto. Cada proyecto requería la inversión de una enorme
suma de capital. Mi padre debía aportar todo lo que teníamos y pedir grandes
préstamos al banco hasta que se vendían las casas y llegaba el dinero en efectivo. Por
consiguiente, al comienzo de cada proyecto no teníamos dinero y estábamos
endeudados hasta las cejas.
Como puedes imaginar, durante ese período papá no tenía el mejor de los
humores y la generosidad tampoco era su fuerte. Di le pedía cualquier cosa que
costara aunque fuese un centavo, su respuesta estándar, después del habitual: “¿Yo de
que estoy hecho, de dinero?” era: “¿Estás loco?”. Por supuesto, yo no obtenía ni un
centavo, pero lo que sí lograba era esa mirada de: “ni se te ocurra volver a preguntar”.
Estoy seguro de que la conoces.
Este panorama duraba aproximadamente un año o dos, hasta que las casas, al
final, se vendían. Entonces estábamos forrados de pasta. De repente, papá era una
persona distinta. Se sentía contento, era amable y extremadamente generoso. Venía y
me preguntaba si necesitaba unos cuántos dólares. A mí me apetecía devolverle su
mirada, pero no era tan estúpido, así que me limitaba a decir: “claro, papá, gracias”, y
ponía los ojos en blanco.
Así la vida estaba bien... Hasta el temido día en que llegaba a casa y anunciaba:
“He encontrado un buen terreno. Vamos a construir otra vez”. Recuerdo
perfectamente que le decía: “fantástico, papá, buena suerte”, mientras se me hundía el
corazón, sabiendo los apuros que estábamos a punto de pasar otra vez.
Este patrón duró desde que tenía uso de razón, mas o menos a los seis años, hasta
los veintiuno, cuando me fui de casa de mis padres para siempre, entonces cesó o, al
menos, eso creía yo.
A la edad de veintiún años, terminé de estudiar y me convertí, lo adivinaste, en
constructor. Luego pasé a otros tipos de negocios basados en proyectos. Por alguna
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