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Sublevación que seguramente apoyaría Roderico, duque de la Bética y nieto<br />

de Chindasvinto. Al reino visigodo no le convenía una guerra en dos<br />

frentes, no con los francos ambicionando, como siempre, la Septimania y<br />

con los mahometanos aposentados en la Tingitania africana.<br />

Lo único que podía hacer el rey era vigilar… y esperar a que Pelagio<br />

diese un paso en falso. Mientras tanto, el duque Pedro, inteligentemente,<br />

se fue atrayendo algunas tribus mediante halagos y obsequios, aprovechando<br />

las discordias ancestrales que las dividían.<br />

Pelagio ahora tenía ya casi veinte años y había llegado el momento de<br />

la venganza. ¿Pero cómo matar al poderoso rey Vitiza, capaz de reunir<br />

un ejército de cien mil hombres, si el joven contaba tan solo con la lealtad<br />

de algunas tribus montañesas? ¿Cómo recuperar su legítima herencia?<br />

¿Cómo restaurar el honor mancillado de su madre?<br />

En estas cavilaciones se distraía Pelagio mientras sus hombres —ahora<br />

ya eran sus hombres— despellejaban al oso. Vistieron a Pelagio con la<br />

piel todavía caliente y ensangrentada y uno tras otro los jefes de las tribus<br />

leales fueron rindiéndole pleitesía. No estaban allí todas las tribus cántabras<br />

y astures, por supuesto: nadie podía unirlas a todas. La cuarta parte<br />

de las tribus aceptaba a Pelagio como jefe de guerra; otra cuarta parte<br />

prefería al duque Pedro, usurpador del título pero hábil político; y el resto<br />

se mantenía prudentemente al margen de la pugna entre ambos.<br />

El joven Pelagio, de la estirpe de su abuelo Pelagio, el famoso guerrero,<br />

por fin se había convertido en un hombre y en un jefe. Y como jefe,<br />

su primer deber sería vengar la muerte de su padre y la vergüenza de su<br />

madre.<br />

Pero eso sería mañana. Hoy era día de regocijo para todos. Tras la fatiga<br />

y el peligro, se liberaron las risas, un sonido no muy común en aquellos<br />

escarpados valles, más propicios para la guerra y el esfuerzo que para<br />

la alegría y el placer.<br />

En medio de la celebración llegó un jadeante mensajero:<br />

—¡Mi señor Pelagio! Vuestra madre os ruega que volváis inmediatamente<br />

a Causegadia. ¡El rey Vitiza ha muerto!<br />

Pelagio mudó el semblante.<br />

—¡Muerto! ¿Alguien lo ha matado o ha sido de muerte natural?<br />

—Lo ignoro, mi señor. Solo sé lo que me dijo la dama Luz Vítula.<br />

Pelagio lanzó maldiciones en el antiguo idioma de las montañas, invocando<br />

a los viejos dioses. Los viejos dioses eran mucho más comprensivos<br />

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