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Cuando escribía a Egilona en una letra uncial clara, aunque un poco<br />
temblorosa por la falta de práctica, Pelagio olvidaba por unos momentos<br />
que era un guerrero y sentía una extraña calidez en el corazón, como<br />
cuando te lame un cabritillo o cuando se aproxima uno al fuego en una<br />
noche de invierno. Entonces, su expresión se dulcificaba y sus dedos, hechos<br />
para empuñar la espada y aferrar la lanza, se esforzaban con el cálamo<br />
sobre el pergamino para escribir palabras tiernas.<br />
Luz Vítula había animado a su hijo a amar, a pesar de que entre los nobles<br />
el matrimonio tiene poco que ver con el amor, y mucho con el poder<br />
y la heredad. Ella había calculado que, a través de Egilona, Pelagio podría<br />
congraciarse con el partido nobiliario, fiel de la balanza entre vitizanos<br />
y chindasvintanos. Bien sabía Luz Vítula que el amor, aunque fuese un<br />
sentimiento despreciado, podía ser muy poderoso y trastornar voluntades,<br />
incluso cambiar el curso de la historia. Y si todo se torcía en el norte,<br />
Pelagio con su familia siempre podrían refugiarse en Évora. Ningún lugar<br />
sería peor que la pobre, lluviosa y fría Causegadia.<br />
Egilona, al principio, se había extrañado de aquellas cartas; y sus padres<br />
las habían examinado por si contenían alguna insinuación de traición<br />
o algún mensaje político oculto. Pero por mucho que analizaron cada palabra,<br />
no encontraron nada sospechoso. Por algún motivo que no alcanzaban<br />
a comprender, Pelagio estaba cortejando a su hija sin haberla visto<br />
siquiera. La primera carta no fue contestada. Pero consideraron que la segunda<br />
debía ser respondida, aunque con comedimiento, para no ofender<br />
al partido chindasvintano con un silencio que cabría interpretar como un<br />
intento de volverse atrás en el compromiso.<br />
Carta tras carta, año tras año, los dos jóvenes fueron compartiendo<br />
sueños y despertando al amor. Claro que Pelagio nunca escribió acerca<br />
de su afán de venganza contra el rey, porque habría sido imprudente;<br />
ni Egilona mencionó tampoco que ella odiaría vivir en las montañas<br />
lluviosas del norte, alejada del sol que la había visto nacer: ¿por qué no<br />
habitar en Toledo, a mitad de camino de las posesiones cántabras y del<br />
condado de Évora? Así los dos estarían en situación de atender sus tierras,<br />
y además, en Toledo se hallaba la corte con todas sus diversiones<br />
e intrigas.<br />
Las cartas eran llevadas por mensajeros. Y por ellos supo Pelagio que<br />
Egilona era de estatura media, de figura fina —pero sin llegar a ser huesuda—,<br />
rostro bello, cutis liso sin marcas de viruela, largo cabello rubio,<br />
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