Caso Scala.pdf - Virus Editorial
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CASO SCALA. TERRORISMO DE ESTADO Y ALGO MÁS<br />
—¡Policía! —gritó el que parecía el jefe y que tan sólo llevaba una<br />
pistola—.<br />
Entonces me tranquilicé, sabía que no se trataba de fascistas y que<br />
no me iban a asesinar, al menos no en mi casa.<br />
Esposado con las manos en la espalda, me cogieron del pelo y de las<br />
muñecas y en volandas me llevaron hasta el comedor.<br />
—¿Dónde escondes las armas, hijo de puta? —me gritó uno—.<br />
—No tengo armas —respondí—.<br />
—¡Que no tienes armas, asesino de mierda! —dijo otro—. Vamos a<br />
desmontar toda la casa, las baldosas del suelo, todo; sabemos que tenéis<br />
armas en este piso franco y las vamos a encontrar.<br />
Empezaron a golpearme brutalmente sin hacerme una sola pregunta,<br />
mientras mi compañera permanecía en la habitación; dos de ellos<br />
habían ido a buscarla.<br />
De repente dejaron de golpearme, el que parecía ser el jefe del grupo<br />
se había ido unos momentos antes y regresaba con un vecino para que<br />
fuera testigo del registro que iban a hacer en mi casa.<br />
En la habitación contigua al comedor encontraron una lata de gasolina<br />
vacía, una botella con un poco de ácido sulfúrico y dos trozos de<br />
papel secante. En otra habitación encontraron el arsenal que más tarde<br />
aparecería en blanco y negro en las portadas de los diarios más importantes<br />
del país: varias pilas de propaganda de la CNT, de la FAI y de las<br />
Juventudes Libertarias, del interior y del exilio, una pistola de plástico,<br />
de juguete, de esas que tienen un cowboy y un indio en cada lado de la<br />
empuñadura, una colección de cartuchos de todos los colores, utilizados<br />
por los electricistas para fijar cables en las vigas de hierro y que<br />
nosotros utilizábamos para hacer collares, y una pequeña caja de plástico<br />
con el fulminante extraído de los cartuchos.<br />
El vecino que presenciaba el registro firmó el acta de conformidad.<br />
Trajeron a mi compañera al comedor y empezaron a preguntarle por<br />
las armas; ella lloraba desconsolada, no entendía nada.<br />
—No te preocupes, todo se arreglará, seguro que se trata de un error<br />
—intenté tranquilizarla—.<br />
Pero ella seguía llorando desconsoladamente.<br />
—Vamos a comisaría —dijo el jefe del grupo—.<br />
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PUNTO DE INFLEXIÓN<br />
Esposados a la espalda, se llevaron primero a Pilar, entre el jefe y dos<br />
policías más, y cuando avisaron a los demás de que ella ya estaba dentro<br />
de un coche policial, los diez restantes me bajaron a mi dándome patadas<br />
y culatazos y consiguiendo que en dos ocasiones rodara escaleras abajo.<br />
Frente a la puerta de la calle, se hallaban cinco coches marca Seat<br />
1430 de color azul, camuflados, sin sirenas ni distintivos policiales.<br />
Me introdujeron en uno de los coches y se subieron cuatro miembros<br />
de la Policía secreta.<br />
Iniciaron la marcha con sigilo, sin sirenas y sin prisas. Durante el<br />
trayecto hasta la comisaría de Via Laietana, siguieron golpeándome por<br />
todas las partes del cuerpo sin preguntarme absolutamente nada.<br />
Una vez en comisaría, me sentaron en un banco de madera, junto a<br />
Pilar; ella continuaba llorando y yo no sabía qué decirle.<br />
Al poco se acercaron dos policías uniformados de gris, tomaron a Pilar<br />
de los brazos.<br />
—Al calabozo —dijo uno de ellos—.<br />
Y se la llevaron.<br />
Un par de minutos después, seis de los policías secretas que nos habían<br />
detenido vinieron a por mí y me llevaron directamente a interrogatorio.<br />
El cuarto de interrogatorios se componía de dos estancias, una pequeña<br />
con muy poca luz en la que pude ver una bañera y algo que imaginé<br />
sería la máquina de electrodos, y la otra, un poco más grande, con<br />
una mesa de escritorio de hierro de color gris, una antigua máquina de<br />
escribir sobre ella, un sillón detrás del escritorio y una silla de madera<br />
delante de él.<br />
Me sacaron las esposas, me sentaron en la silla y me volvieron a colocar<br />
las esposas de tal manera que sujetaran mis muñecas a la silla.<br />
—¡Vamos a ver, hijo de puta! —dijo uno—. ¿Dónde coño escondes<br />
las armas?<br />
—No tengo armas —volví a decir—.<br />
La primera patada en el pecho hizo que la silla cayera hacia atrás; se<br />
abalanzaron sobre mí y empezaron a darme patadas y puñetazos sin preguntarme<br />
nada. Cuando descubrieron que sus golpes ya no me producían<br />
dolor, pararon de golpearme y nos levantaron a la silla y a mí.<br />
—¿Nos vas a decir ahora dónde guardas las armas? —dijo otro—.