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en el gran portalón se abrió y, quienes la conocían, adivinaron
más que vieron la cabeza de la negra Lucía, esfumada por el
humo del perenne chicote.
—¿Ora, ora, y se puede saber a qué se debe el estropicio?
Antes de que los representantes de la autoridad hubieran
unifi cado su respuesta, una mujer la puso a un lado con
visibles muestras de ira. Micaela Mutis Consuegra, hija y
nieta de españoles, hermana de los próceres José, Sinforoso y
Facundo, de sor Bonifacia del Sacramento, monja clarisa, de
la hermana Justa de Santa Teresa, religiosa de la Enseñanza,
y de Dominga, esposa del factor de tabacos de Piedecuesta,
encaraba a los representantes de la justicia.
Sin permitir que la improvisada comitiva magnifi cada
por la presencia de la yunta se adentrara en el zaguán de su
casa, oyó la lectura del ofi cio mediante el cual, por solicitud
del procurador José Ignacio Ordóñez Rubira, en nombre de
la ley se procedía a sacarla de su casa, depositarla en la de
Nepomucena Salas y embargar sus bienes.
“¡Cobardes…!”, le oyeron decir, cuando levantó orgullosa
la cabeza y se colocó con esmero la peineta de carey en el
moño de cabellos rubios. ¡Traidores!”, gritó mientras se
envolvía apretadamente con la mantellina de seda azul.
Entonces añadió con voz fi rme: “Cuando todo esté listo, iré
por mi propio pie”.
Al sentir que todo era ya una realidad mejor que el suplicio
de la espera, un insensato alivio la mantuvo erguida antes
de cerrar nuevamente la portezuela. Afuera los sudorosos
comisionados, sin saber si habían ganado la partida, se
pusieron los sombreros que tampoco sabían por qué llevaban
en la mano y se devolvieron hasta el despacho del alcalde
Andrés Serrano.
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