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la jarra de peltre y las toallas de manos. En otra mesa aforrada
con un paño adamascado, unas fl ores de cera, agobiadas por
el calor de la noche pasada, inclinan humildemente la cabeza
ante la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, su corazón
traspasado por siete puñales. Dentro de una caja sobredorada
y con vidriera, una Virgen Madre aprieta contra su pecho al
Divino Infante como para impedir que los ángeles que vuelan
a su alrededor puedan arrebatárselo.
Sí, después de haberse sometido a todo para conservar al
inocente a su lado, jamás lo entregará para que otros lo críen,
ni permitirá que Bautista se lo lleve como amenaza hacerlo en
caso de que ella se reúna con su marido, aceptando la promesa
de perdón y de olvido.
No hay ninguna salida posible, sólo el sueño, que fi nalmente la
derrota mientras las campanas llaman a la misa. Como todos los
días, don Pedro Salgar pedirá desde el púlpito, además del dinero
para la reconstrucción del templo, el castigo de los escándalos e
inmoralidades, la impiedad y demás frenesíes del siglo.
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