La política está en otra parte

en la que corretean fornidas hormigas coloradas. En una pared, el
estandarte del MOCASE: sobre un fondo blanco, rojo y celeste, el diseño
de un árbol cuyas raíces semejan dos manos que se enlazan bajo la
tierra. Más allá, el estandarte del Movimiento sin Tierra, de Brasil. “Acá”,
dice Paulo abriendo los brazos en abanico y sin ocultar el orgullo, “va a
funcionar la Universidad”. Por un momento supongo que está bromeando.
De modo alguno. Estoy sentado en el centro de un gran salón donde,
quizá en pocos meses más, acaso un año, habrá de funcionar el aula de
una Universidad ideada para formar maestros campesinos. “Porque a
veces no sé qué les enseñan a los chicos”, dice Paulo, “pero para
empezar tienen que ser los derechos que les corresponden a ellos. Cosas
que acá al chico no le enseñan, le enseñan otra cosa. Pero si él tiene un
predio, bueno, que le enseñen algo por lo menos productivo. Queremos
que se enseñe con el sentido de que cambien por dentro. Y ellos, cuando
se reciban, también serán transmitidores, y no que se reciban y tengan
que ir a trabajar para empresas privadas; ese es el objetivo de la
Universidad, no sé para cuando, pero tiene que llegar. De a poco se
hace”. Cuentan con el sostén financiero de la Universidad de Catalunya,
pero no pueden continuar la construcción porque los fondos que les
envían han quedado presos en el corralito. Mañana, agrega, podré
enterarme mejor; viene Tato Iglesias, sociólogo, profesor de la
Universidad Trashumante y uno de los hacedores del proyecto. Dos
campesinos, Pocho y Mundito, y una frutal y hermosa mujer de ojos
castaños, se incorporan a la charla. Nos ofrecen mate, torta caliente, un
sabroso dulce de leche de cabra. El frío se ha tornado insoportable.
Alguien trae una chapa de zinc llena de brasas y la coloca debajo de la
mesa. Poco a poco, el calor que asciende desde los piés comienza a
aplacar los tremores. Fuera, un grupo de mujeres prepara escabeche de
cabrito que envasan y venden en las ciudades aledañas.
Paulo Aranda tiene treinta y nueve años y es oriundo, al igual que sus
padres y abuelos, de Pozo del Toba, pueblo situado a sesenta kilómetros
de Quimilí. Los Aranda están instalados en esas tierras desde el año 1925,
y en momento alguno han dejado de labrarlas, de criar allí cuanto animal
pudieran. En tiempos más llevaderos solían criar ovejas y chivos. Ahora
Paulo vive en comunidad con quince familias del MOCASE, ochenta y dos
personas en total. Una vida ingrata, signada por amenazas de desalojo,
intimidaciones, violencia policial y procesos judiciales sin fundamento. La
muerte de su padre, en 1992, lo movió a acercarse al MOCASE para pedir
consejo. “Les expliqué el problema y la organización dijo: ‘Todo depende
de ustedes, si están dispuestos a luchar, de la organización hay apoyo,
pero tienen que ser conscientes de que ustedes quieran luchar’. Ahora
sabemos que por ley, por prescripción veinteañal, la tierra nos pertenece.
Pero la ley a ellos, a los empresarios, a la Justicia, a los poderosos, no les
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