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El Quijote entre nosotros - Sinabi

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Mis lecturas de <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong><br />

Quizá el primer libro que leí, antes de entrar en la escuela, fue una<br />

pequeña adaptación de <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong>. Muy pronto siguió otra más respetable,<br />

ilustrada en negro, de unas cien páginas. Si no tuve la suerte de los niños<br />

españoles de aquel tiempo, de aprender a leer leyendo <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> en la<br />

edición completa, sí pude hacerlo a los diez años, con luz de candela, en<br />

San Rafael de Tres Ríos. Desde luego, cuando una prima y yo lo leíamos<br />

en voz alta, no descansábamos de reír con las locuras del amo, a veces tan<br />

cuerdas, o las sandeces del criado, a menudo tan sabias. ¿Qué podía más,<br />

la risa o la compasión? Sin duda el autor estableció tan perfecto balance<br />

<strong>entre</strong> ambos sentimientos, que no bien uno de ellos se impone, el otro<br />

parece reclamar sus derechos. Sin embargo, evocando las jocundas noches<br />

de lluvia monótona en el tejado, recordé un justo decir de Teodoro Olarte:<br />

la primera vez que leemos <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong>, lo leemos con risas, la segunda, con<br />

lágrimas.Y es que quizá todo en esta obra es redimible por la risa, excepto<br />

la derrota del caballero en la playa de Barcelona y la muerte del hidalgo,<br />

que en verdad constituyen un único acontecimiento.<br />

No puedo decir, sin embargo, que hubiera muchas lágrimas en mi<br />

segunda lectura, la de los dieciséis años, al preparar el examen de<br />

bachillerato. Desgraciadamente, se impuso la exigencia didáctica, la<br />

intervención de dudosas categorías literarias, sobre la vivencia efectiva o<br />

sobre un incipiente sentido filosófico. Así y todo, me parece que la<br />

obligación de leer <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> en los colegios, restablecida con el examen de<br />

bachillerato, honra al Ministro de Educación, a los profesores y a los<br />

estudiantes. La triste época de los resúmenes de aquella obra o de la<br />

selección de dos capítulos en quinto año, el abandono del mejor libro de<br />

nuestra lengua por el país entero, pertenecen, así lo espero, a la vergüenza<br />

de una hora de burro definitivamente superada.<br />

Mi tercera lectura de <strong>El</strong> ingenioso hidalgo correspondió con el<br />

comienzo de la carrera de filosofía, con mi iniciación en el existencialismo,<br />

del que me parece valer lo que Sartre dice del marxismo: que es la<br />

filosofía irrebasable de nuestro tiempo. Volver a la obra de Cervantes a<br />

partir de la Vida de don <strong>Quijote</strong> y Sancho, de Unamuno, me hizo “jinete de<br />

quimérica montura”, abrazando el sentido heroico de <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> y<br />

sintiendo que, aunque ocurrida cuando don <strong>Quijote</strong> había ya recuperado<br />

la razón su muerte, libremente asumida, es su máxima aventura, la que da<br />

sentido a todas las demás. Pero aunque hoy sigo viendo <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> desde<br />

el punto de vista de la filosofía de la existencia, pienso que mi lectura<br />

universitaria, apegada a Unamuno, pecó por falta del humor, del sentido de<br />

la ironía, o de la magnífica levedad que nunca abandonaron a Cervantes,<br />

ni aun cuando tenía ya “puesto el pie en el estribo” para el viaje sin<br />

retorno. Está bien leer <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> con los ojos de Séneca, con la persuasión<br />

de que el sumo bien es el ánimo que desprecia lo fortuito y se alegra con<br />

la virtud, dando la espalda a los míseros oportunismos que nos acechan<br />

desde los años mozos, pero igualmente justo es repasarlo con la ironía de<br />

Erasmo, mirando tras el telón del gran teatro del mundo, apuntando una<br />

sonrisa lúdica ante la máscara del más noble de los héroes.<br />

Pasó mucho tiempo antes de que pudiera yo rescatar en otra<br />

forma la sonrisa de mi infancia ante <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong>, después de la lectura<br />

existencial y estoica.<br />

Cuando se pasa a los cuarenta años, se suele venir de regreso de<br />

las quimeras juveniles, ya no se busca restablecer la andante caballería in<br />

partibus infidelium. Tampoco se padece necesariamente de inactivismo por<br />

desilusión ni de desesperación por los fracasos. Así como se dice que<br />

cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se ha<br />

aprendido, algo semejante podríamos decir de la virtud: Borges escribe<br />

que un Caballero sólo defiende las causas perdidas. Tuve que ir<br />

acercándome a los cincuenta años para comprender por qué Cervantes,<br />

al llegar a esta edad, abandona la esperanza del soldado e inventa, con la<br />

pluma, al caballero, por qué pasa él de la realidad de las letras a la misma<br />

altura vital en que don <strong>Quijote</strong> deja los libros de caballería por la acción<br />

ejemplar. Mis dos lecturas de <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> a los 43 y a los 49 años me<br />

condujeron a este punto de vista: la sublimación de la acción en la palabra,<br />

el paso de las armas (aun las de un pacifista) a las letras, sin despreciar<br />

nunca la utopía de la edad de oro. No, pues, la amargura del escéptico de<br />

la voluntad, sino la sonrisa de la infancia, recuperada al comienzo del<br />

“otoño de la edad viril”, ante el triunfo del héroe después de su derrota.<br />

Es la buena locura erasmiana, la jovial, no la saturnina, la que nos permite<br />

sonreír ante los límites que recíprocamente se imponen la lucidez y la<br />

ilusión.<br />

Se dice que aquel ilustrado arzobispo de Costa Rica, Monseñor<br />

Sanabria, había leído <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> más de veinte veces. No sé cuántas he de<br />

leerlo todavía. Ahora, que lo repaso con el interés de una investigación y<br />

de un curso universitarios, con perspectiva filosófica, siento que quienes lo<br />

comentamos, en alguna forma lo profanamos, puesto que en él no falta ni<br />

sobra palabra. Pero siento también que los que hablamos español estamos<br />

lejos de haber descubierto todos sus secretos. Allí hay un tesoro de<br />

sabiduría risueña y compasiva, frente a la desnudez de la existencia<br />

humana.<br />

Roberto Murillo<br />

(1939-1994)<br />

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