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El Quijote entre nosotros - Sinabi

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DOS NIVELES DE LA URDIMBRE IMAGINARIA<br />

Con un salto a la vida imaginaria se transforma Alonso<br />

Quijana en don <strong>Quijote</strong>, el Caballero de la Triste Figura. Sin entrar<br />

en detalles, en el capítulo primero Cervantes atribuye esa<br />

transformación a la lectura de libros vanos de encantamientos y<br />

pendencias, “batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores,<br />

tormentas y disparates imposibles”. Se trata de libros que<br />

fomentaron el ocio <strong>entre</strong> lectores vernáculos de la época y que<br />

movieron a locura al hidalgo Quijana. Cervantes no explica otros<br />

motivos para tal enloquecimiento –como llama, desde el primer<br />

capítulo, a la metamorfosis del hidalgo en caballero–, aunque parece<br />

aceptable la interpretación de Jorge Mañach, según la cual Alonso<br />

Quijana se habría sentido muy solo y sin sentir su voluntad de<br />

grandeza.<br />

<strong>El</strong> silencio de Cervantes sobre la vida de Alonso Quijana es,<br />

sin embargo, uno de sus recursos narrativos: refiere al personaje vivo,<br />

ciertamente, pero lo deja en libertad. Quijana es un hombre que<br />

frisa la edad de cincuenta años “seco de carnes, enjuto de rostro,<br />

gran madrugador y amigo de la caza”; pero decide modificar su ser<br />

y hacerse caballero. Reconócenlo así Unamuno y Madariaga. Aquel,<br />

cuando afirma que la decadencia del caballero empieza porque la<br />

vida cortesana le amarga el ánimo; Madariaga, cuando señala que en<br />

el pasaje de la Cueva de Montesinos se confirma la depresión<br />

psicológica que, con intervalos, lo ha acompañado en la Segunda<br />

Parte. Vinculada con esa decadencia de don Alonso, se halla<br />

la quijotización de Sancho Panza. La evolución de ambas<br />

transformaciones se produce de manera compleja, <strong>entre</strong>lazando<br />

con esta otras fórmulas imaginarias (como la de introducir novelas<br />

cortas en la gran historia) que acentúan la calidad de la narración.<br />

Cervantes sabe alterar retrospectivamente la creencia del<br />

lector en los personajes y en los sucesos. Buen ejemplo es la ruptura<br />

del ritmo narrativo en “La estupenda batalla que el gallardo vizcaíno<br />

y el valiente manchego tuvieron”, donde introduce otro juego<br />

imaginario: la creación de Cide Hamete Benengeli, a quien confiere<br />

una función inesperada: ser el verdadero cronista de la obra. Este<br />

recurso –muy utilizado en la actualidad– tiene la virtud de seducir<br />

doblemente al lector. Por una parte, produce la ilusión de que los<br />

personajes existen fuera del relato, pues la interpolación testimonial<br />

de varios autores (el real y los ficticios) permite proyectar los<br />

mismos hechos desde diversas perspectivas simultáneas. Por otra<br />

parte, la industria de objetivar la realidad a partir de tres<br />

desdoblamientos sucesivos (Cide Hamete, cronista que escribe en<br />

arábigo, el morisco aljamiano que traduce libremente al castellano y<br />

Cervantes, como editor de la traducción) confiere una autonomía<br />

peculiar al texto: la obra pretende contarse a sí misma. Algún lector<br />

podría imaginar, incluso, que un sabio encantador (real o ficticio)<br />

tejió cada andanza en su pensamiento, como pretende don <strong>Quijote</strong>,<br />

cuando en el capítulo XXX de la Primera Parte dice:“¡Oh, tú, sabio<br />

encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser cronista<br />

desta peregrina historia!”.<br />

Tal abanico de narradores le permite a Cervantes proceder<br />

como un cómplice de don <strong>Quijote</strong>, Sancho y Sansón Carrasco en la<br />

Segunda Parte, cuando conversan sobre la forma en que ha sido<br />

relatada la Primera Parte. Percas de Ponsetti advierte que el poder<br />

esencial de este recurso reside en que el editor crea dudas sobre la<br />

imparcialidad del primer autor; además, se desacredita a sí mismo.<br />

La finalidad –agrega Ponsetti– es la desaparición parcial del primer<br />

autor y del editor como relatores fidedignos, además de confrontar<br />

al lector con los personajes.<br />

Laberintos imaginarios semejantes son reconocibles en La<br />

guerra prodigiosa, del escritor costarricense Rafael Ángel Herra. Allí<br />

se manifiestan, como en <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong>, dos niveles de lo imaginario<br />

(correlato de la conciencia imaginante). <strong>El</strong> primero corresponde a la<br />

toma de posición estética. Se trata de cierto distanciamiento<br />

(ontológico), donde la imaginación se revela, simultáneamente,<br />

como un poder del escritor para recrear el mundo en forma de<br />

ficción y como una suerte de complicidad ceremonial, porque el otro<br />

(es decir, el prójimo espectador) resulta condición necesaria para que<br />

la creación adquiera rango de objeto estético. <strong>El</strong> otro nivel se<br />

constituye como andamiaje psicológico: un eje significativo que<br />

suscita el interés inmediato del lector, pues forma parte del<br />

argumento. En ambas novelas los personajes se imaginarizan, esto es,<br />

se viven (como) seres imaginarios. En <strong>El</strong> ingenioso hidalgo don <strong>Quijote</strong><br />

de la Mancha la vivencia (es decir, la forma de situarse-en-el mundo)<br />

es la locura. Esto hace comprensible el vínculo Quijano-<strong>Quijote</strong><br />

(realidad-irrealidad), el amor, la amistad e incluso el desencantamiento<br />

que padecen Sancho, el Hidalgo y el lector, en la hora de la muerte,<br />

al finalizar la novela. Herra utiliza un recurso similar, pero introduce<br />

una variante fundamental: el Santo saca de sí la locura y la objetiva<br />

en imagen demoníaca.<br />

Estos dos niveles imaginarios se alimentan y retroalimentan<br />

mutuamente, aunque tienen funciones diferentes: uno sirve al<br />

creador para resolver los problemas de la objetivación literaria, el<br />

otro corresponde con la ficción misma y con las personalidades que<br />

en ella actúan. En ambos casos, sin embargo, el fenómeno imaginario<br />

responde, desde el punto de vista ontológico, a las mismas leyes<br />

constitutivas.<br />

170<br />

Álvaro Zamora<br />

(1954)<br />

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