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El Quijote entre nosotros - Sinabi

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Cide Hamete Benengeli nos cuenta, en sus<br />

indiscretas reflexiones omniscientes, que la causa de la<br />

locura de Alonso Quijano es la lectura de libros de<br />

caballería; no obstante, llama la atención que muchos<br />

personajes de <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> leen asiduamente esos libros: el<br />

cura, el barbero, el ventero Palomeque, Dorotea y sus<br />

acompañantes, el canónigo de Toledo, Sansón Carrasco, el<br />

caballero del Verde Gabán, los duques y el capellán de<br />

palacio... y ninguno, excepto Alonso Quijano, enloquece por<br />

esas lecturas. Hay algo en los libros que parece seducir sólo<br />

al hidalgo, un ingrediente que da rienda suelta a la<br />

manifestación de patologías o de cualidades, según se vea.<br />

Pero no se trata de una locura “sin descalabros”; hay una<br />

gran diferencia <strong>entre</strong> las actitudes del caballero en la Primera<br />

Parte de la novela y en la Segunda, donde empieza a pactar<br />

abiertamente con las exigencias de la realidad: viaja con<br />

dinero y provisiones, paga sus gastos en las ventas sin hacer<br />

valer el derecho de caballero andante... ya no convierte<br />

ventas en castillos ni molinos en gigantes.<br />

En sus dos primeras salidas es un aventurero que<br />

trata de emular al antiguo caballero andante; luego, el<br />

desatino cambia de registro: se hace reflexivo y hasta intenta<br />

razonar lo inverosímil. La imagen de Dulcinea en la obra<br />

refleja esta evolución, pues en primera instancia la dama<br />

sólo es un elemento paródico, necesario para darle<br />

verosimilitud a la propuesta imitativa de don <strong>Quijote</strong>.<br />

¡Cómo imaginar siquiera a un caballero andante sin su dama!<br />

Poco a poco Dulcinea (que no Aldonza Lorenzo)<br />

revela la cara esencial del quijotismo: la fe previa a cualquier<br />

argumento. A la Dama, como a Dios, hay que pintarla en la<br />

imaginación según los deseos de quien la imagina, así en la<br />

belleza como en la principalidad. La divinidad, en la vía<br />

teológica, o la Dama (así, con mayúscula), en la erótica, son<br />

superlativos previos a cualquier argumentación; motivos de<br />

una “lógica pasional” que acepta primero ‘in corde’ la<br />

“conclusión” y luego se empeña en buscar razones in mente<br />

para defenderla, para hacer posible lo inverosímil a partir de<br />

un acto de fe. Don <strong>Quijote</strong>, no hay que olvidarlo, es el<br />

caballero de la fe, ante quien no hay exigencias de yangüeses<br />

que lo convenzan de mostrar un retrato de Dulcinea; si así<br />

fuera, no habría mérito alguno en reconocer la singularidad<br />

de su Señora. Dulcinea es posible porque es inverosímil y en<br />

este sentido vive en el espacio imaginario de la fe del<br />

caballero.<br />

No obstante, se trata de una fe mantenida a duras<br />

penas por un acto de voluntad: don <strong>Quijote</strong> es un personaje<br />

de dos mundos, un conflictivo ‘daimon’ <strong>entre</strong> la realidad y la<br />

representación, que quiere imponer su fe a las dudas ajenas<br />

y sobre todo a las propias; un ser anacrónico que predica<br />

las bondades de la Edad de Oro en un mundo “moderno”.<br />

Un hombre, en suma, que todavía en sus primeras aventuras<br />

no tiene conciencia, como diría Kant, de los límites de la<br />

experiencia; por eso, en sus dos primeras salidas el caballero<br />

es “un extremoso”, un converso de la fantasía sin ninguna<br />

previsión del riesgo (todavía no ha llegado la hora del<br />

desengaño).<br />

En cambio, la tercera salida del caballero de la<br />

Mancha no es espontánea como las anteriores, pues ésta es<br />

obligada por una especie de “metalenguaje andantesco”: ya<br />

todos conocen sus aventuras por haber leído la indiscreta<br />

Primera Parte de la obra, nudo testimonio hasta de los<br />

pensamientos más guardados del caballero. Ahora Sancho<br />

y Rocinante muestran más entusiasmo que su señor y amo<br />

ante la próxima salida.Tal parece, como destaca Salvador de<br />

Madariaga, que la fe de la Primera Parte es sustituida poco a<br />

poco por una suerte de “humorismo sereno” propio de<br />

inteligencias desengañadas.<br />

Precisamente en la Segunda Parte de la obra (que<br />

narra las vicisitudes de la tercera salida) abundan las<br />

“ficciones caballerescas” que otros preparan para don<br />

<strong>Quijote</strong>. Recuérdese, por ejemplo, la ceremonia de<br />

recibimiento de los duques, cuando don <strong>Quijote</strong> parece<br />

sentir “más real” su oficio de caballero andante (II, 31).<br />

No obstante, este juego de espejos <strong>entre</strong> el ser y<br />

el deber ser se va debilitando poco a poco en vista de las<br />

ficciones burlescas que lo asechan. La “vida ordinaria”<br />

reclama sus derechos con la disonancia de la burla: todo<br />

juego tiene su clave de entrada para no admitir a burladores<br />

o incrédulos, pero cuando estos la descubren (Cide Hamete<br />

Benengeli ya la había revelado con la publicación de las<br />

primeras aventuras del caballero) acaban con el espacio<br />

mágico del juego.<br />

Sancho Panza, movido más por la astucia que por<br />

burla, juega de primero desde ese espacio, sabe el “código”<br />

secreto. Tanto es así, que juega a encantar a Dulcinea; crea<br />

una ilusión a la doble potencia, una ilusión de la ilusión. Don<br />

<strong>Quijote</strong> envía a Sancho a buscar a la señora del Toboso y<br />

decirle que su caballero quiere verla para pedirle su<br />

bendición. Sancho, que sabe de la imposibilidad de dar con<br />

la dama, planea entonces un ardid dentro de los límites del<br />

sentido del mundo quijotesco: hacerle creer que una simple<br />

labradora es la señora Dulcinea (II, 10). La labradora<br />

aparece y ante el desconcierto de don <strong>Quijote</strong> por ver tan<br />

mal trazada a su Dama, Sancho lo secunda y reafirma<br />

invocando el poder de “los encantadores” que así han<br />

transformado a una princesa en rústica campesina.<br />

En un acto de engaño el escudero muestra,<br />

paradójicamente, su fidelidad al juego. Pero algo muy<br />

profundo empieza a cambiar a partir de esta intromisión<br />

cómplice de Sancho en los ideales de don <strong>Quijote</strong>; tanto,<br />

que el desencantamiento de Dulcinea se convierte en un<br />

deseo obsesivo y lo que es más, en la confirmación final de<br />

todas las “razones” andantescas.<br />

Pero no sólo Sancho tiene la osadía de transformar<br />

el juego en un artificio del metalenguaje: también el cura, el<br />

barbero y Dorotea desde la Primera Parte (aunque aquí el<br />

recurso a la burla está menos presente). En la Segunda<br />

Parte los burladores son principalmente los duques y su<br />

séquito, y desde luego Sansón Carrasco, quien, más tarde,<br />

actuando como el Caballero de la Blanca Luna, da la<br />

estocada final al juego en la playa de Barcelona. [...]<br />

Don <strong>Quijote</strong> ya no sueña con aventuras sino que<br />

aconseja paternal y reflexivamente a su escudero,<br />

convertido ahora en gobernador de la “ínsula” prometida.<br />

Los consejos revelan una mezcla de buen sentido<br />

pragmático, religioso y jurídico, pero sobre todo, una<br />

apuesta por la justa compasión: “Hallen en ti más<br />

compasión, las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que<br />

las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por<br />

<strong>entre</strong> las promesas y dádivas del rico como por <strong>entre</strong> los<br />

sollozos e importunidades del pobre... Si acaso doblares la<br />

vara de la justicia, no sea con el pos de la dádiva, sino con<br />

el de la misericordia” (II, 42).<br />

Este último consejo le permite al improvisado<br />

gobernador salir bien librado cuando los burladores le<br />

presentan la famosa “paradoja de la puente”: un río divide<br />

en dos un señorío y sobre ese río está “una puente”, y al<br />

cabo de ella una horca y una audiencia.Todo el que vaya al<br />

otro lado debe jurar primero adónde y a qué va. Si se juzga<br />

que ha jurado verdad puede pasar, pero si ha jurado mentira<br />

debe ser ahorcado sin remisión alguna. Un hombre llegó<br />

hasta la audiencia y declaró bajo juramento que venía a ser<br />

ahorcado. ¿Qué deben hacer los jueces? Si lo dejan pasar,<br />

toleran a un mentiroso, si lo ahorcan matan a alguien veraz.<br />

<strong>El</strong> gobernador duda ante el dilema... pero al final le viene a<br />

la memoria un consejo de su señor don <strong>Quijote</strong>: “que<br />

cuando la justicia estuviere en duda, me descantase y<br />

acogiese a la misericordia (II, 51).<br />

Indudablemente esta “solución” no resuelve<br />

lógicamente la paradoja; Sancho, aconsejado por don<br />

<strong>Quijote</strong>, se sitúa más acá de los principios lógicos en<br />

nombre de un tercer valor: ni verdad ni falsedad, antes<br />

misericordia para que un hombre no muera. La “solución”<br />

absuelve, por eso la salida no es lógica sino ética. Don<br />

<strong>Quijote</strong> actuó ante Sancho como un consejero, no como un<br />

caballero vengador; su locura, que fue al principio delirio<br />

combativo (aunque siempre justiciero), es ahora compasión<br />

serena: ¡se ha enfrentado con los límites de la experiencia<br />

quijotesca!<br />

Ana Lucía Fonseca<br />

(1959)<br />

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