Décimo sexto sueño En la segunda parte de la novela de Miguel de Cervantes, el caballero don <strong>Quijote</strong> refiere que la crónica de sus hazañas circula por las tierras del Reino: el hidalgo existe, un libro lo dice y lo celebra. Su renombre de luchador del bien ha de haber llegado incluso a Dulcinea, a menos que un encantador maligno haya querido enredarla en la patraña de que su amadísimo esclavo no es más que la invención de escritores delirantes. Pero don <strong>Quijote</strong> es tan hábil y orgulloso que puede sobreponerse a la nada, y se vale para nacer y vivir no solo del guerrero manco y recolector de impuestos del Rey de todas las Españas, sino también de un tal Avellaneda, fabulador borroso de caballeros y monstruos del que no se conoce otra cosa. Avellaneda, sin embargo, es el más listo de los personajes de la historia: concibe y escribe en dos <strong>entre</strong>gas <strong>El</strong> <strong>Quijote</strong> verdadero, y lo hace publicar a nombre de un héroe de Lepanto, el cual lo atribuye a su vez a un escritor árabe cuyo texto dice traducir al romance. De esta manera el ingenioso hidalgo logra esconder su nacimiento ex nihilo. La existencia del caballero que consta en la primera parte de la novela cervantina se apoya en la segunda, aunque esa fundamentación haga correr el tiempo a la inversa, puesto que el <strong>Quijote</strong> de 1604 deja de ser ficticio y toma vida cuando el historiador demuestra que los infortunios de 1615 son verdaderos. Avellaneda escribe también un libro apócrifo sobre don <strong>Quijote</strong>: el apego a la vida del caballero sobrepasa todos los límites, incluso los de la imaginación, desde la hora misma en que jura combatir a las fuerzas destructivas de la historia: un <strong>Quijote</strong> apócrifo no es menos existente que un <strong>Quijote</strong> verdadero… Tal fue la última visión de Sancho Panza, antes de seguir los pasos de su señor don <strong>Quijote</strong>. 150 Rafael Ángel Herra (1943) 151
En el párrafo inicial de la obra, Cervantes describe a su personaje utilizando una herramienta que hoy sería considerada postmoderna. En un aromático engarzado de palabras que abre el apetito y tiene cadencia de poesía, detalla los hábitos alimentarios de una hidalguía manchega que había agostado su caudal: Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. Al destacar así el menú semanal de don <strong>Quijote</strong>, el escritor abre boca con lo que será la más notable influencia culinaria de España en América Latina, presente hoy en nuestras cocinas nacionales y enriquecida con el paso de los siglos: la olla o cocido. Platillo generoso, camaleón de la cocina, nunca dos veces el mismo, pero eterno en su presencia en las mesas en donde la energía de España pervive en la memoria colectiva. A menudo era el plato principal en el almuerzo y la cena, y ocultaba varios elementos en la curva de barro del recipiente que le dio su nombre. Carne de vaca –sacrificada solo al final de una intensa vida productiva–, en la mesa del pobre. De carnero, que costaba un tercio más, en la del rico; como bien dice el antiguo refrán castellano: “Vaca y carnero, olla de caballero”. A eso se le agregaba tocino, verduras y legumbres de la tierra. Para el escritor Xavier Domingo, el platillo “significaba la constante fidelidad del español al campo, al corral y a la huerta, a su casa, al refajo materno. La olla de cocido, la olla podrida, símbolo, como dice Lévi-Strauss de la generación de la vida.” Será ella, moldeada con barro americano en este continente, el vi<strong>entre</strong> en donde tendrá lugar el más intenso mestizaje culinario. En medio de aquel intercambio frenético de la cultura de mundos tan distintos, que operaba en la cocina y en la mesa en los primeros años que siguieron a la llegada de los europeos, la olla siguió ocupando un lugar predominante. Esto lo atestiguan Bernal Díaz del Castillo, en su narración de los banquetes de Hernán Cortés y otros cronistas. A la carne del ganado que cruzó los mares se le añadió de súbito algún trozo de caza; y a las verduras y legumbres traídas de la península ibérica, se les van agregando otras más, tan pronto el que las cata se encuentra más abierto a innovar. Unas entran por su propio derecho y aquéllas otras lo hacen en sustitución de aquel sabor que persiste en la nostalgia de la patria lejana. Se le incorpora el ñame, en el que los ojos europeos querrán ver algo así como una zanahoria gruesa; el chayote, que se les antoja lejanamente similar a la pera; el camote (con sabor de castañas muy buenas); la papa, la yuca (también parecida, nos dicen, a la zanahoria o a muy gruesos nabos de Castilla) y otras muchas delicias de estas tierras, según la latitud en que se encu<strong>entre</strong> el puchero que las recoge. De norte a sur de nuestro continente, la nostalgia y la memoria dieron origen a decenas de ollas, renovadas, que se llamaron pucheros, sancochos, hervidos, cocidos, ollas de carne. A España regresó una versión modificada, que ya nunca más pudo concebirse sin la papa americana. Pero la pasión protagónica de la olla no puede hacernos olvidar el resto de los platos con los que se alimentaba don <strong>Quijote</strong>. <strong>El</strong> salpicón, al igual que es tradición en varias de las cocinas latinoamericanas de hoy, se preparaba con los restos de la carne de vaca de la olla, picada con cebolla, con aderezo de vinagre, pimienta y sal; y las yerbas Marjorie Ross (1945) deseadas, que aún en la actualidad en estas tierras se le colorea de verde con yerbabuena o con culantro de Castilla; y se le conoce, asimismo, como ropa vieja. Los duelos y quebrantos eran unos huevos revueltos con trozos de tocino, y a veces chorizos, jamón y sesos de cordero, que podían comerse sin romper la prohibición de consumir carnes selectas los sábados, que existía entonces en el reino de Castilla. En cuanto a las lentejas, alimento de los viernes, día de ayuno y abstinencia de carne, se las han de haber servido en potaje, aderezadas también con ajo, cebolla y alguna yerba, al igual que pasaron a nuestras cocinas regionales. La referencia al palomino, el pichón de la paloma brava, dicen los expertos que da una pista sobre el hecho de que el caballero poseía palomar, lo que era en su época privilegio reservado a los hidalgos y a las órdenes religiosas. Al adentrarnos en las páginas de la obra, las menciones a platillos y productos alimenticios son abundantes, ganando las palmas el pan, el vino y el queso. Pero si en las primeras líneas don Miguel dibujó, a través de su dieta, a un hidalgo con finanzas disminuidas, en las bodas del adinerado Camacho nos hace la boca agua, igual que a Sancho, con un banquete en el que “los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos”. Es un texto que sería pecado glosar: Los primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego, donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban, no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas; porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno; y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo como lo suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejalados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zambullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba. En el dilatado vi<strong>entre</strong> del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. (…) Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Cierro con la descripción de este banquete, no sin antes destacar que en aspectos gastronómicos, la lectura atenta del <strong>Quijote</strong>, complementada con las visiones de Gonzalo Fernández de Oviedo y los cronistas de Indias que se rindieron ante la maravillosa seducción de nuestras piñas, aguacates, ajíes y tamales, se establece otro puente <strong>entre</strong> América y España. Es una invitación a abrir sus páginas y adentrarse, con una mirada distinta, en un legado que se reconstruye diariamente en la olla nutricia, la que da calor a esa nueva realidad que llamamos Hispanoamérica: las raíces y el corazón de la cocina española; y de la nuestra, que junta, inclusiva, los frutos de la olla y el comal. 152 153
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