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AnimaBarda_Abril2012

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11Ricardo Castillo - EN EL PÁRAMOradas por encima de mi hombro por siacaso intentaban rodearnos.Brewersen se detuvo frente a la puerta,acercó el oído, me pasó la vela y después,echándose un poco para atrás,descargó todo su peso en una poderosapatada. Entró en la habitación gritandocomo un poseso, haciendo barridoscon la daga y pegando patadas a losmuebles. Yo entré detrás, vociferandoamenazas contra quién quiera que seencontrara dentro, mientras alzaba lavela para ver mejor. Entre tanta algarabía,me pareció oír como se cerraba unapuerta.Alric se paró en seco tras destrozardos taburetes a puntapiés. Allí no habíanadie, la cocina estaba vacía. Sólo seveían ollas, cacerolas, algunas cestas yunos cuantos bultos sobre la mesa.- ¿Qué demonios es eso? –dijo el mercenario.Señalaba a una maraña de telas de unrincón. Me cogió la vela de las manos yse acercó a inspeccionarlo. Cuando estabaprácticamente encima, exclamó:- ¡Santos dioses! ¡Godert, ven a veresto!De nuevo sentí el frío correr por miespina dorsal, aunque la curiosidad fuemás poderosa y me llevó corriendo allado del mercenario.Al entender lo que estaba mirando,tuve que hacer un esfuerzo por reprimiruna arcada. Allí, en el rincón de la cocina,tirados como si fueran dos marionetasrotas, estaban el posadero y su mujer.No fue la visión de los cadáveres loque me produjo el asco, sino la forma enla que habían muerto. Alguien se habíaensañado con el matrimonio. Tenían elabdomen lleno de salvajes puñaladas,por las que, en algunos puntos, se veíansalir las vísceras; las gargantas estabanrajadas de lado a lado, provocando quela cabeza se inclinara hacia atrás más delo normal; y los asesinos se habían tomadola molestia de arrancarles los ojosy vaciar las cuencas.- ¿Qué clase de engendro demente escapaz de robarnos sin un ruido, asesinara dos personas a sangre fría y cebarsecon los cuerpos de esta manera? –pregunté,tratando de que no me temblaramucho la voz.- Eso no me preocupa tanto como entenderpor qué narices nos ha dejadovivos.Alric inspeccionaba ahora la habitación,observando con cuidado los rinconesy buscando alguna pista que delataraal culpable. Al no encontrar nada,resopló y me miró.- Hay que alertar a los demás. Debemoscomprobar si hay más muertes yestar prevenidos –dijo mientras se dirigíaal exterior-. Mantente cerca y nodigas nada. Los forasteros que traen lamuerte nunca son bienvenidos.Cuando aquel día llegamos al puebloal anochecer, no nos entretuvimosen conocer a los vecinos, sino que entramosdirectamente a la posada. En eltrayecto nos habíamos cruzado con unpar de personas, pero nada más. Asíque éramos unos totales desconocidos.Al salir al exterior nos encontramoscon un panorama que no esperábamos.Todo el pueblo debía de estar allí reunido.Rodeaban la posada en semicírculo,y cuando nos vieron aparecer se oyóuna exclamación generalizada. Nos mirabancon los ojos abiertos, señalándonosy llevándose las manos a la boca ya la cabeza.- ¿Qué está pasando aquí? –preguntó

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