68Ánima Barda - Pulp Magazinequien, sin parar de reír, salió corriendoescaleras abajo gritando:— ¡Vamos, Zack! ¿Quieres premio?¡Corre, corre! ¡Premio!Y dejó atrás a un Tucker paralizado,que se había abrazado a las cajas de pizzacomo si fueran su salvación.Tras unos cuantos orines y algún queotro problemilla para hacer que el perrolo siguiera sin correa —y que no se lanzaraa perseguir a todas las ardillas deHyde Park—, Fergus logró llegar al pequeñocallejón del contenedor a escasastres horas del toque de queda. Disponíade poco tiempo…— Zack, busca. ¡Busca! ¡Galleta! —Nosabía si funcionaría el chantaje alimenticio,pero había que intentarlo. Teníaque seguir el rastro del camino que siguiódesde allí hasta la revista.El perro lanzó un soplido e, ignorandodeliberadamente el contenedor debasura, comenzó a ladrar en direcciónal balcón de una de las pequeñas casitasde tejado bajo que poblaban la zona.— ¿Qué hay allí arriba, chico? —Y,como sólo obtuvo un bufido por respuesta—cosa lógica, por otra parte— eljoven se vio obligado a ir a explorar élmismo—. ¡Mi móvil! -Gritó con entusiasmoal descubrir el aparato escondidodetrás de una maceta. Y desdeaquella perspectiva, observó cómo Zackescarbaba entre la basura, dejando aldescubierto el fondo, hasta ahora invisible,del contenedor.Y lo que vio fue la nada en su estadomás puro. Como la “nada” de Donne.¡Un agujero! Un hueco en el plásticodel enorme recipiente que, pese al vacíoque representaba, llenó su cabeza de unsinfín de fotogramas.Recuerdos de sí mismo, aterrado y escondidoentre las bolsas después de haberseburlado de aquel grupo de “chavs”;el sonido de pisadas y el instinto desupervivencia, que lo empujaron a escabullirsepor un oportuno agujero y atrepar hasta el balcón más próximo.Su primera reacción había sido la deesconder su móvil, disminuyendo asíel riesgo de robo en caso de ser descubiertoy, agazapado entre dos helechos,permaneció al acecho.Para su sorpresa, aquella panda deinútiles lo había buscado en el contenedor,sí, pero no habían tardado endistraerse cuando la “adorable” Doveencontró entre los desperdicios algo de“bling, bling” —o comúnmente llamadopor el resto de mortales “bisuteríabarata”— y se habían marchado a seguircon sus chanchullos.Fergus miró con alivio su teléfonomóvil, pero el aparato estaba apagado,sin batería, y él esperaba un mensajeimportante de una persona importante.Bueno, de una chica que ignorabasu existencia, más bien, y a la que habíaestado enviando poemas de forma anónima.Así que había saltado del balcón, devuelta a la redacción, en busca de sucargador, dejando el móvil, que habíaresbalado perezosamente desde su bolsillohasta el suelo, tras de sí.“Así que por eso estaba mi teléfonoaquí tirado. Y por eso…” Se detuvocuando una punzada de dolor se le instalóen el pecho. La daga de la congoja,que ahora le aseguraba cruelmente quetodo tenía lógica; que el de la zona acordonadaera realmente él y que nada habíasido una pesadilla.
69M. C. Catalán - FERGUS FERGUSON Nº 3“Pero, ¿cómo?”El camino de vuelta a Norfolk Square,donde se encontraba la redacción,fue mucho más pausado, casi como unamarcha fúnebre compuesta por él y porZack, quienes, de forma silenciosa, rendíantributo a la muerte de Fergus.“Ojalá fuese capaz de escribir el discursode mi propia despedida, comohizo el señor Donne.” Pensó Fergus.“Quizá le pida que me componga unaslíneas. Puestos a pedir cosas descabelladas…”Y fue entonces, al ver cómo un librosalía volando de las manos de un niño,cuando su cabeza volvió a palpitarle deun modo taladrante, juntando todas laspiezas del puzzle a base de dolor y sangre.De pronto su memoria ya no estabaallí y se encontraba envuelta por páginasy más páginas, llenas de letras y tinta,que volaban a su alrededor sin dejarlever la calle. Y allí estaba el camión dereparto; una furgoneta que anunciabasu llegada con un traumático traqueteo.La misma que recogía los ejemplares dela redacción para repartirlos y venderlospor la noche.La misma que lo atropelló e hizo volarpor los aires miles de ejemplares.En definitiva, a Fergus lo había matadosu amor por las letras.El muchacho lloró por primera vezdesde que perdió la vida. Derramo lágrimasde vapor hasta que se sintió liberado.Y después, con orgullo, alzó lacabeza y dijo:— Vayamos a casa, Zack. Tú tienesque dormir. Y yo, tengo que hacer unpago.