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Revista Quid 70

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Opinión<br />

© Leconsag<br />

LA SALVACIÓN<br />

DEL CONDENADO<br />

POR Lic. Gabriel Rolón<br />

Solo un pensamiento cruzó la mente<br />

de Jean Valjean, cuando los guardias<br />

lo llevaban maniatado: estaba perdido<br />

para siempre y, por primera vez, le<br />

parecía justo. No lo había sido cuando lo<br />

detuvieron por robar un pedazo de pan<br />

en su adolescencia. Sus sobrinos tenían<br />

hambre y por eso destrozó la vidriera de<br />

aquella panadería. Fue castigado a cinco<br />

años de prisión y allí conoció el infierno,<br />

un infierno que no creyó poder resistir.<br />

Por eso intentó escapar, lo que extendió<br />

su pena a diecinueve años.<br />

Hacía unos días que estaba en libertad,<br />

pero nada había cambiado, pues bastaba<br />

con presentar el documento amarillo<br />

que lo acreditaba como ex convicto<br />

para que todos le negaran albergue o<br />

trabajo. Por eso dormía sobre el piso de<br />

la calle, a pesar del intenso frío, cuando<br />

el obispo Bienvenue Myriel lo encontró.<br />

Era un hombre bajo de mirada<br />

bondadosa. Lo despertó y quiso que lo<br />

acompañara a la abadía. Una vez allí,<br />

pidió a su criada que pusiera la mesa<br />

con la mejor vajilla y preparara el plato<br />

más exquisito que pudiera pues tenían<br />

un huésped muy especial. Luego de<br />

alimentarlo, invitó a Valjean a dormir<br />

en un cálido cuarto del convento.<br />

De nada sirvió la advertencia que le<br />

hizo la mujer.<br />

“–Padre, es un delincuente.<br />

–Querida mía – respondió Myriel –<br />

antes de juzgar, veamos primero el<br />

camino por donde ha pasado la falta.”<br />

Ella protestó aduciendo que ni siquiera<br />

sabían el nombre del forastero.<br />

“–Deja que te diga algo –continuó el<br />

sacerdote. – Jamás se debe preguntar<br />

el nombre de alguien que pide asilo,<br />

pues quien más necesidad de asilo tiene<br />

es aquel al que más le cuesta decir su<br />

nombre. Además, mi puerta no pregunta<br />

al que entra por ella si tiene un<br />

nombre, sino si tiene algún dolor.”<br />

Valjean comió y, después de dos décadas,<br />

durmió en una cama blanda. Sin<br />

embargo, despertó a la madrugada pensando<br />

en los cubiertos de plata con los<br />

que había cenado. Seguramente valían<br />

una fortuna. Se levantó con sigilo, guardó<br />

los utensilios en un bolso, salió de la<br />

casa saltando la tapia del jardín y corrió<br />

con las pocas fuerzas que tenía. Quizás<br />

por eso lo habían detenido con tanta<br />

facilidad. Y ahora estaba allí, con la<br />

cabeza gacha delante del sacerdote. Era<br />

el final. Con suerte pasaría el resto de<br />

Hugh Jackman interpretando a Jean Valjean. Los Miserables<br />

su vida en la cárcel. Pero, para asombro<br />

de todos, Myriel se acercó y le dijo:<br />

“–Hijo, me alegro de verte. Te regalé<br />

también los candelabros de plata, ¿por<br />

qué no te los llevaste?”<br />

Los tomó de la chimenea con naturalidad,<br />

se los entregó y al abrazarlo<br />

susurró en su oído:<br />

“–Hermano mío, en este acto compro<br />

tu alma, la libero del espíritu de<br />

perdición y la consagro a Dios. Y no te<br />

olvides nunca de que me prometiste<br />

usar este dinero para convertirte en un<br />

hombre honrado.”<br />

En esa actitud de Myriel, Victor<br />

Hugo encontró la génesis de uno de<br />

los personajes más nobles de la literatura<br />

universal. Y no ha sido solo una<br />

licencia poética. Por el contrario, a lo<br />

largo de la vida he comprobado que, en<br />

ocasiones, basta un gesto para hacer un<br />

luchador de quien hasta entonces era<br />

solo un condenado<br />

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