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Charles Chaplin, Luces de la ciudad<br />
Quien como nadie exploró y entendió esta dimensión del<br />
gesto situada en las manos fue el mayor cineasta del siglo<br />
XX: Robert Bresson. En su cine las manos acarician<br />
un burro, empuñan un hacha, se introducen imperceptiblemente<br />
en el saco de un hombre que viaja en un subte,<br />
sostienen una bala para examinar el poder mortal de esa<br />
minúscula invención humana, toman un billete, el único<br />
dios visible. Es imposible realizar una experiencia táctil<br />
en el cine, pero Bresson conquista ese sentido infilmable.<br />
La hermosa idea de Gilles Deleuze sobre las imágenes<br />
táctiles en Bresson se vincula a la potencia gestual que tiene<br />
la extremidad con la que se toca lo externo del mundo y con<br />
la que se tiene un contacto epidérmico preferencial para<br />
indagar las superficies que constituyen todo lo viviente.<br />
Lo admirable es que todo eso sucede en Bresson gracias a<br />
la invención de una forma de registro que individualiza la<br />
mano con la misma convicción con la que un cineasta suele<br />
individualizar un rostro. En ese sentido, Bresson democratiza<br />
el núcleo identitario de toda persona, porque va mucho<br />
más allá de la huella digital, porque lo que descubre en la<br />
mano es una función que no responde al habitual utilitarismo<br />
de esta sino a una singular emisión de signos “escritos”<br />
en gestos que no es otra cosa que una impresión física del<br />
espíritu. La mano abierta ocupando la totalidad del plano<br />
que se ve en cierto momento en El dinero es fundamental<br />
para corroborar esa otra función aludida.<br />
Es el tacto lo que define el cierre de Luces de la ciudad,<br />
prodigioso y conmovedor como pocos. Quien haya visto el<br />
film de Chaplin más de una vez podrá identificar cómo el<br />
conjunto de todas las escenas va preparando la última escena,<br />
instante en que el vagabundo es reconocido por la mujer que<br />
ama, quien gracias a él ha recuperado la vista; ella, hasta ese<br />
momento, jamás ha visto su rostro, y ni siquiera sabe quién es<br />
él. La escena permanecerá siempre vigente, porque comunica<br />
una experiencia tan necesaria como poco frecuente: el reconocimiento.<br />
Eso es evidente. Lo que puede pasar desapercibido<br />
es que ese acto determinante para cualquier hombre o<br />
mujer (el de ser reconocido en su propia singularidad, el de<br />
ser alguien para los otros) se trabaja en aquel film gracias a<br />
una elección de dos gestos. Una mano sobre otra, una mirada<br />
ante la otra. Todo lo que se necesita saber o pensar sobre la<br />
naturaleza de los gestos resplandece en esos cuatro minutos<br />
finales, escena capaz de arrancarle lágrimas hasta a los cínicos<br />
y a los poderosos del mundo<br />
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