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Revista Quid 70

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Charles Chaplin, Luces de la ciudad<br />

Quien como nadie exploró y entendió esta dimensión del<br />

gesto situada en las manos fue el mayor cineasta del siglo<br />

XX: Robert Bresson. En su cine las manos acarician<br />

un burro, empuñan un hacha, se introducen imperceptiblemente<br />

en el saco de un hombre que viaja en un subte,<br />

sostienen una bala para examinar el poder mortal de esa<br />

minúscula invención humana, toman un billete, el único<br />

dios visible. Es imposible realizar una experiencia táctil<br />

en el cine, pero Bresson conquista ese sentido infilmable.<br />

La hermosa idea de Gilles Deleuze sobre las imágenes<br />

táctiles en Bresson se vincula a la potencia gestual que tiene<br />

la extremidad con la que se toca lo externo del mundo y con<br />

la que se tiene un contacto epidérmico preferencial para<br />

indagar las superficies que constituyen todo lo viviente.<br />

Lo admirable es que todo eso sucede en Bresson gracias a<br />

la invención de una forma de registro que individualiza la<br />

mano con la misma convicción con la que un cineasta suele<br />

individualizar un rostro. En ese sentido, Bresson democratiza<br />

el núcleo identitario de toda persona, porque va mucho<br />

más allá de la huella digital, porque lo que descubre en la<br />

mano es una función que no responde al habitual utilitarismo<br />

de esta sino a una singular emisión de signos “escritos”<br />

en gestos que no es otra cosa que una impresión física del<br />

espíritu. La mano abierta ocupando la totalidad del plano<br />

que se ve en cierto momento en El dinero es fundamental<br />

para corroborar esa otra función aludida.<br />

Es el tacto lo que define el cierre de Luces de la ciudad,<br />

prodigioso y conmovedor como pocos. Quien haya visto el<br />

film de Chaplin más de una vez podrá identificar cómo el<br />

conjunto de todas las escenas va preparando la última escena,<br />

instante en que el vagabundo es reconocido por la mujer que<br />

ama, quien gracias a él ha recuperado la vista; ella, hasta ese<br />

momento, jamás ha visto su rostro, y ni siquiera sabe quién es<br />

él. La escena permanecerá siempre vigente, porque comunica<br />

una experiencia tan necesaria como poco frecuente: el reconocimiento.<br />

Eso es evidente. Lo que puede pasar desapercibido<br />

es que ese acto determinante para cualquier hombre o<br />

mujer (el de ser reconocido en su propia singularidad, el de<br />

ser alguien para los otros) se trabaja en aquel film gracias a<br />

una elección de dos gestos. Una mano sobre otra, una mirada<br />

ante la otra. Todo lo que se necesita saber o pensar sobre la<br />

naturaleza de los gestos resplandece en esos cuatro minutos<br />

finales, escena capaz de arrancarle lágrimas hasta a los cínicos<br />

y a los poderosos del mundo<br />

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