10 ATRÁS DEL VIEJO ZAGUÁN Por Hina Finck
Sebastián era muy feo. Uno de sus ojos era danzante, bailador, no podía controlarlo; en realidad a mí, niña de siete años, me daba horror. Sebastián vendía plumeros, se la pasaba todo el día caminando calles y más calles: «Plumeros… plumeriiiiitos… plumeroootes…» gritaba su mercancía y al mes siguiente, volvía a pasar por mi calle. Eran plumeros con plumas de verdad, unos tenían pintadas las plumas de colores atractivos, otros nada más así, con el color auténtico que la naturaleza le había dado al pavo o a la gallina o quizás a la paloma. Cuando Sebastián terminaba su recorrido, por mi colonia, tocaba a mi puerta; yo miraba su vestimenta: Pantalón flojo, de mezclilla, con peto; una camisola a cuadros rojos; unos guantes de carnaza para poder cargar calles y calles aquellos pesados plumeros. Mirando su vestimenta disimulaba para no mirar su ojo bailador. —¿Está tu papá? —Sebastián me preguntaba. —Sí… y ya sabe usted que puede dejar sus plumeros atrás del zaguán. ¡Pásele! Sin atreverme a mirar aquel ojo bailante, porque era yo una niñita miedosa, lo dejaba pasar para que acomodara su mercancía y al día siguiente, tempranito, pasara por ella para que siguiera en sus caminares, gritando su mercancía, por otras colonias. Miré aquellos plumeros recargados en la esquina de la pared, atrás del viejo zaguán… quedé paralizada, tal parecía que esos enormes plumeros tuvieran ojos y también eran bailantes, imitadores del ojo izquierdo de Sebastián, su fabricante y vendedor. <strong>La</strong>s plumas eran de cuervos o quizá de algún otro pajarraco graznador, enorme. El olor de aquellas plumas era… nauseabundo. ¿O eran plumas de pavo? eran de pavo las plumas de los plumeros grandotes esos que sacudían los techos, las lámparas puestas a colgar y los cuadros recargados, luciendo en paredes altas; eran de pavo porque tenían círculos de colores grises y negros, círculos que miraban… eran ojos renegridos que de miradas me saturaban; eran esas plumas que los pavos tienen en sus colas esponjadas. Se vinieron encima de mí todos los plumeros llenos de ojos bailantes… grité y… ya no grité… ya no pude gritar porque sí, eran ojos, eran pavorosos ojos saltones de una ave renegrida, redondos, brillantes, húmedos… me miraban con insistencia, yo no podía dejar de mirarlos. Los ojos lagrimeaban y me caían las gotas gordas en la cara, pegajosas lágrimas de ojos de ave desplumada… de todas las aves que habían muerto para que las cosas pudieran ser sacudidas, liberadas de los polvos de los tiempos; graznaban unas y piaban otras, y más cacareaban al son de los ojos bailantes que en mí se encimaban. Al principio grité, pero luego ya no, porque en mi garganta estaban muchas plumas, como de pollos muertos, las ánimas de los pollos ponían sus plumas en mi garganta, la saturaban con plumas de miedo, de pánico… por eso no gritaba porque los ojos me miraban lacrimosos pidiendo compasión. Todos los plumereros desplumaban a las aves, para que en las casas no hubiera polvo, para eso las aves se morían, metidas en agua caliente despidiendo olores nauseabundos. Toda pluma tiene ojos, cada pluma tiene como cien ojos y todos los tengo encima, llorando sobre mí, sus llantos engomados, pestilentes. Porque algu- 11
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