Un valle desierto visto durante un viaje en moto de nieve hasta la bahía de Mohnbukta ‘De repente aparece Svalbard – de color 68 <strong>Julio</strong> <strong>2018</strong>
LA VIDA EN EL ÁRTICO En la cima de una de las cadenas montañosas, se abre otro valle enorme ante nuestros ojos, y más allá, más montañas, más valles. Avanzamos a los golpes sobre peñascos y hondonadas sobre el delta de un río congelado hacia unos puntos diminutos que finalmente se convierten en los renos de Svalbard, una variedad peculiar de las especies continentales, de patas cortas y que parecen mitad Muppet y mitad un animal real. Escarban en la nieve para mordisquear algo de pasto marrón, apenas perturbados por nuestra presencia. “Son bastante dóciles”, dice Nils, deteniéndose. “Todavía no aprendieron que los humanos pueden ser peligrosos. Son corredores de maratones y los osos polares son velocistas, así que los osos por lo general tampoco los molestan”. Trepando a través de una morrena hasta la parte superior del glaciar Rabotbreen, cruzamos el hielo de color rosa y amarillo por el reflejo del sol y alrededor de bloques de hielo turquesa grandes como casas, con una superficie tan suave al tacto como mármol esculpido. Hay rocas diminutas y burbujas de aire suspendidas entre ellos, recuerdo de la última Era de Hielo. En el mar congelado de Mohnbukta, el borde azul del glaciar se eleva a una altura de seis pisos, con su superficie marcada en blanco y negro. “Este era un lugar popular para los tramperos”, dice Nils, con el rifle sobre su hombro, alerta ante la posibilidad de un oso polar escondido detrás de una roca, que nos eligiera como su almuerzo. Parece que a los osos les gusta mucho este lugar”. Hoy no hay ninguno, lo que es una suerte dadas las distracciones del paisaje. En sus diarios, Christiane escribió acerca de la “Spitsbergen mania” – la capacidad de las islas de tenerte bajo su encanto hasta que ya no podés irte. En días como este, la manía aumenta con cada kilómetro recorrido. Como Christiane, Nils ha quedado totalmente atrapado por ella. “Hace dos años que estoy acá, así que estoy atrapado. No me imagino regresando al continente”, dice, colocándose el casco y volviendo nuevamente al hielo. Al otro lado de la isla, a tres horas de viaje en moto de nieve, está la cabaña de un cazador/trampeador que sufrió de un severo caso de Spitsbergen mania, estuvo 38 inviernos viviendo en ella. Hilmar Nøis construyó su primera choza en 1912, y poco después llevó a su esposa Ellen Dorthe a vivir allí desde Noruega. “Quizás exageró acerca de las condiciones de vida en este lugar”, dice Nils. “Le describió este lugar a su mujer como si fuera una gran villa”. Es poco más que una choza muy precaria, instalada sobre las orillas de un gran fiordo. Aquí, en el medio del invierno, sola y en la oscuridad, Ellen dio a luz a su hijo. Hilmar había partido con sus esquíes hacia Longyearbyen en busca de un médico para ayudarla en el parto. “Debido al mal tiempo”, cuenta Nils, “le llevó tres semanas poder regresar”. En cuanto el hielo había desaparecido lo suficiente como para permitir la llegada de un barco, Ellen partió hacia Noruega y nunca más volvió. “Quizás en los próximos siglos los hombres irán hacia el Ártico como en las épocas bíblicas se retiraban al desierto, para reencontrarse con la verdad”. Christiane Ritter, A Woman in the Polar Night (1938) Para cuando Hilmar y Christiane finalmente partieron, la edad dorada de los tramperos, y las historias de los aventureros y de las hazañas que los acompañaron, ya habían terminado. Una nueva ola de pioneros había llegado para ocupar su lugar, y su interés en Svalbard quedó enterrado en lo profundo de las montañas. El pueblo minero ruso de Pyramiden se estableció un año después de que Christiane regresara a Alemania. Ahora un viejo transbordador lleva a la gente de Longyearbyen, avanzando a través de los mares tempestuosos de Isfjorden antes de llegar a las aguas espectralmente calmas de la bahía dorado y reluciente” <strong>Julio</strong> <strong>2018</strong> 69