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LA GUERRA DE LAS MUJERES

A la acción, intriga y rapidez descriptiva se suma el amor, con su inevitable acompañamiento de celos y rivalidad femenina, pues las dos protagonistas de esta excelente novela se enamorarán del mismo hombre. Dumas recrea una estampa de la guerra de La Fronda, con dos personajes que quieren ser los equivalentes femeninos de sus célebres mosqueteros: la astuta y encendida amante del duque Epernón, Nanón de Lartigues, y la rubia y valerosa Claire de Cambes.

A la acción, intriga y rapidez descriptiva se suma el amor, con su inevitable acompañamiento de celos y rivalidad femenina, pues las dos protagonistas de esta excelente novela se enamorarán del mismo hombre. Dumas recrea una estampa de la guerra de La Fronda, con dos personajes que quieren ser los equivalentes femeninos de sus célebres mosqueteros: la astuta y encendida amante del duque Epernón, Nanón de Lartigues, y la rubia y valerosa Claire de Cambes.

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Voy, pues, por el camino real sin intención alguna de estorbaros, y antes bien,<br />

mi intento ha sido el de prestaros apoyo, porque sois joven débil y carecéis de<br />

defensa. No creía tener la cara de salteador, pero una vez que os declaráis de<br />

esta suerte, sufriré la pena de pasar por malcriado. Perdonad, pues, mi<br />

importunidad, caballero, estoy a vuestras órdenes.<br />

—Buen viaje.<br />

Y haciendo dar una ligera vuelta a su caballo, después de haber saludado al<br />

vizconde, pasó al otro lado del camino, a donde le siguió Castorín, de hecho, y<br />

Pompeyo, de intención.<br />

Manejó Canolles esta escena con tan graciosa política, con una acción tan<br />

seductora, y descubriendo bajo su sombrero una frente tan pura, sombreada<br />

por cabellos tan sedosos y negros, que el vizconde se sintió menos interesado<br />

de su proceder que de su noble fisonomía. Como hemos dicho y firme sobre<br />

sus estribos; Castorín le seguía derecho y firme sobre sus estribos. Pompeyo,<br />

que había quedado en el otro lado del camino, lanzaba unos suspiros capaces<br />

de partir las piedras; cuando el vizconde, que había hecho numerosas<br />

reflexiones, aligeró por su parte el paso de su caballo, y reuniéndose a<br />

Canolles, que fingió no ver ni oír, con voz casi ininteligible le dijo estas dos<br />

palabras:<br />

—¡Señor de Canolles!<br />

Canolles se volvió estremecido, una fiebre de placer corrió por todas sus<br />

venas, pareciéndole que todos los músicos del cielo se reunían para darle un<br />

concierto divino.<br />

—¡Vizconde! —dijo él a su vez.<br />

—¡Escuchad, caballero! —respondió éste con voz dulce y suave—; temo<br />

en verdad ser descortés con un hidalgo de vuestro mérito, perdonadme mi<br />

timidez. Mis padres me han educado con mis temores, nacidos de su cariño<br />

hacia mí. Perdonadme, os lo repito, no ha sido mi intención la de ofenderos; y<br />

en prueba de nuestra sincera reconciliación, permitidme caminar a vuestro<br />

lado.<br />

—¿Cómo así? —exclamó Canolles—; ¿queréis que os diga cien veces,<br />

mil, que no os conservo rencor alguno?<br />

—Y en prueba de ello…<br />

Diciendo esto, le tendió la mano, en la cual se posó, o mejor dicho, se<br />

deslizó una mano fina, ligera y fugitiva como la espalda de un canario.<br />

El resto de la noche se pasó en locas habladurías de parte del barón. El<br />

vizconde le escuchaba sin perder palabra, y algunas veces riendo.

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