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Las Nieblas de Avalón

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Marion Zimmer Bradley <strong>Las</strong> <strong>Nieblas</strong> <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />

Libro IV El Prisionero en el Roble<br />

Morgana sintió las lágrimas calientes <strong>de</strong> Uwaine en su frente. Ella también habría querido llorar, <strong>de</strong>jar correr<br />

todo el dolor, la terrible <strong>de</strong>sesperación. Uriens también sollozaba, pero ella estaba fría, sin una lágrima. Todo<br />

cuanto veía adoptaba forma gigantesca y amenazadora, pero también muy lejana.<br />

<strong>Las</strong> mujeres alzaron su cuerpo rígido para llevarla a la cama; le quitaron la corona y la túnica que se había<br />

puesto para celebrar su triunfo, pero ya no importaba. Mucho rato <strong>de</strong>spués volvió en sí; lavada y con una<br />

camisa limpia, <strong>de</strong>scansaba junto a Uriens, con una <strong>de</strong> sus mujeres dormitando en un banquillo. Se incorporó<br />

para contemplar al anciano; dormía con la cara <strong>de</strong>macrada, enrojecida por el llanto. Fue como observar a un<br />

extraño.<br />

La había tratado bien, sí. «Pero todo eso ha quedado atrás-mi obra en sus tierras está hecha. Jamás volveré a<br />

verlo mientras viva.»<br />

Accolon había muerto y sus planes fracasado. Arturo aún tenía la espada Escalibur y la vaina encantada que<br />

lo protegía; puesto que su amante había fallado en la tarea, ella misma tendría que ser la mano <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong> que<br />

lo <strong>de</strong>rribara.<br />

Con movimientos tan silenciosos que no habrían <strong>de</strong>spertado a un pájaro dormido, se puso la ropa y ató la<br />

daga <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong> a su cintura. Dejando allí los finos vestidos y las joyas que Uriens le había dado, se envolvió<br />

en su más sencilla túnica, no muy diferente <strong>de</strong> las que usaban las sacerdotisas. Buscó su bolsa <strong>de</strong> hierbas y<br />

medicinas; en la oscuridad, al tacto, se pintó en la frente la luna oscura. Luego, cubierta con la capa <strong>de</strong> una<br />

criada, bajó la escalera sin hacer ruido.<br />

Des<strong>de</strong> la capilla llegaban los cánticos que Uwaine había organizado para su hermano. Ya no importaba:<br />

Accolon era libre. Ya nada importaba, salvo recuperar la espada <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong>. Morgana volvió la espalda a la<br />

capilla. Algún día hallaría tiempo para llorarlo; ahora tenía que cumplir don<strong>de</strong> él había fracasado.<br />

Fue a la cuadra en busca <strong>de</strong> su caballo y logró ensillarlo con mano torpe. Mareada como estaba, casi no pudo<br />

subir a la montura. Por un momento se tambaleó y pensó que iba a caer. Luego susurró una or<strong>de</strong>n al caballo,<br />

que partió al trote. Des<strong>de</strong> el pie <strong>de</strong> la colina se volvió para echar una última mirada a Camelot.<br />

«Sólo volveré aquí una vez en mi vida. Y entonces ya no existirá un Camelot al que pueda volver.» Y<br />

mientras susurraba las palabras se preguntó qué significaban.<br />

Pese a haber ido a <strong>Avalón</strong> con frecuencia, sólo una vez había pisado la isla <strong>de</strong> los Sacerdotes. La abadía <strong>de</strong><br />

Glastonbury era un <strong>de</strong>stino más extraño para Morgana que el cruce <strong>de</strong> las brumas hacia las tierras ocultas.<br />

Allí había un remero, al que entregó una moneda para que la llevara al otro lado <strong>de</strong>l lago.<br />

A aquella hora, poco antes <strong>de</strong>l amanecer, el aire era fresco y límpido. <strong>Las</strong> campanas sonaban con claridad;<br />

Morgana vio una larga fila <strong>de</strong> siluetas vestidas <strong>de</strong> gris que avanzaban lentamente hacia la iglesia: los<br />

hermanos, que se levantaban temprano para rezar y cantar sus himnos. Durante un momento Morgana oyó en<br />

silencio: allí estaban sepultadas su madre y Viviana. Por un momento las lágrimas le quemaron los ojos.<br />

«Dejadlo estar. Que haya paz entre vosotros, hijos.» Parecía ser la voz olvidada <strong>de</strong> Igraine la que así le<br />

murmuraba.<br />

Todas las siluetas grises estaban ya <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la iglesia. A cierta distancia <strong>de</strong> la abadía vivían las monjas,<br />

bajo el voto <strong>de</strong> ser vírgenes <strong>de</strong>l Cristo hasta su muerte. Morgana no creía, como algunas <strong>de</strong> sus compañeras<br />

<strong>de</strong> <strong>Avalón</strong>, que monjes y monjas se limitaran a fingir castidad para impresionar a los campesinos, mientras se<br />

permitían todos los caprichos tras las puertas cerradas <strong>de</strong> los monasterios. Eso le habría parecido<br />

<strong>de</strong>spreciable; la hipocresía era repugnante. Pero la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que una fuerza presuntamente divina prefiriera la<br />

infecundidad a la fructificación... era una terrible traición contra las mismas fuerzas que daban vida al<br />

mundo.<br />

Volvió la espalda a las campanas para caminar sigilosamente hacia la casa <strong>de</strong> huéspe<strong>de</strong>s, proyectando la<br />

mente, invocando la vi<strong>de</strong>ncia para que la condujera hacia Arturo.<br />

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