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Las Nieblas de Avalón

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Marion Zimmer Bradley <strong>Las</strong> <strong>Nieblas</strong> <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />

Libro IV El Prisionero en el Roble<br />

«Ceridwen. Diosa, Madre. Parca, Gran Cuervo... Señora <strong>de</strong> la vida y <strong>de</strong> la muerte... Gran Cerda, <strong>de</strong>voradora<br />

<strong>de</strong> tu cría... Te invoco, te llamo... Si esto es en verdad lo que has <strong>de</strong>cretado, eres tú quien tiene que<br />

cumplirlo...» El tiempo corría y cambiaba en torno a ella. Estaba tendida en el claro, con el sol calentándole<br />

el lomo mientras corría con el Macho rey cruzando el bosque, hozando... Percibió la vida, las pisadas <strong>de</strong> los<br />

cazadores, sus gritos... «¡Madre! ¡Gran Cerda!»<br />

En un rincón <strong>de</strong> la mente, Morgana sabía que sus manos seguían moviéndose sin cesar, ver<strong>de</strong> y pardo, ver<strong>de</strong><br />

y pardo, pero bajo sus párpados cerrados no veía el salón ni las hebras, sino sólo los brotes ver<strong>de</strong>s bajo los<br />

árboles, el barro y las hojas marchitas <strong>de</strong>l invierno. Pisoteaba, como si hozara a cuatro patas entre el cieno<br />

fragante... «vida <strong>de</strong> la Madre allí, bajo los árboles...» <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> ella, los pequeños gruñidos y gritos <strong>de</strong> los<br />

lechones, colmillos abriendo el suelo en busca <strong>de</strong> bellotas y raíces... Ver<strong>de</strong> y pardo, ver<strong>de</strong> y pardo...<br />

Sintió el ruido <strong>de</strong> las pisadas en el bosque como una <strong>de</strong>scarga en sus nervios, los gritos lejanos... Su cuerpo,<br />

inmóvil frente al telar, tejía hebras pardas y las cambiaba a ver<strong>de</strong>, una lanza<strong>de</strong>ra y otra, sólo sus <strong>de</strong>dos con<br />

vida, pero con el sobresalto <strong>de</strong>l terror y el arrebato <strong>de</strong> la cólera se lanzó a la carga, <strong>de</strong>jando que la vida <strong>de</strong> la<br />

cerda corriera por ella.<br />

«¡Que no sufran los inocentes, Diosa! Los cazadores no te interesan.» No podía hacer nada; observó con<br />

miedo, temblando, estremecida por el olor <strong>de</strong> la sangre, el olor <strong>de</strong> la sangre <strong>de</strong> su compañero. Sangre vertida<br />

<strong>de</strong>l gran cerdo salvaje, pero eso no importaba: como el Macho rey, llegada su hora tenía que morir... Detrás<br />

<strong>de</strong> ella oyó el chillido <strong>de</strong> los lechones frenéticos y. <strong>de</strong> pronto, la vida <strong>de</strong> la Gran Diosa corrió por ella. Sin<br />

saber si era Morgana o la Gran Cerda, oyó su gruñido, agudo y frenético, y echó la cabeza atrás, estremecida,<br />

gruñendo, oyendo el terror <strong>de</strong> sus lechones, corriendo en círculos... Ver<strong>de</strong> y pardo bajo sus ojos, una<br />

lanza<strong>de</strong>ra irrelevante en <strong>de</strong>dos automáticos, <strong>de</strong>sapercibida... Luego, enloquecida por los olores extraños,<br />

sangre, hierro, el enemigo erguido en dos patas, acero y sangre y muerte supo que se lanzaba a la carga, oyó<br />

gritos, sintió la punzada abrasadora <strong>de</strong>l metal y una bruma roja en los ojos, a través <strong>de</strong>l ver<strong>de</strong> y el pardo <strong>de</strong>l<br />

bosque, sus colmillos que <strong>de</strong>sgarraban, sangre caliente a borbotones en tanto la vida se le escapaba en un<br />

dolor ardiente, y cayó y no supo más... Y la lanza<strong>de</strong>ra continuaba, plomiza, tejiendo ver<strong>de</strong> y pardo, ver<strong>de</strong> y<br />

pardo, sobre el tormento <strong>de</strong>l vientre, el estallido carmesí ante los ojos y el corazón acelerado, los gritos<br />

todavía en sus oídos en el salón silencioso, don<strong>de</strong> sólo se oía el susurro <strong>de</strong> la lanza<strong>de</strong>ra y el huso... Giró en su<br />

trance, exhausta... Cayó hacia <strong>de</strong>lante contra el telar y allí permaneció, inmóvil. Al cabo <strong>de</strong> un rato oyó la<br />

voz <strong>de</strong> Maline, pero no respondió.<br />

—¡ Ah! Gwyneth, Morag... Madre, ¿os encontráis mal? Ah, cielos, por qué se sienta al telar, si le vienen<br />

estos ataques... ¡Uwaine! ¡Accolon! Venid, que madre ha caído...<br />

Sintió que la mujer le frotaba incansablemente las manos, llamándola; oyó la voz <strong>de</strong> Accolon, que la alzaba<br />

en brazos. No podía moverse ni hablar. Se <strong>de</strong>jó acostar en la cama. Llevaron vino para reanimarla; lo sintió<br />

gotear por el cuello y quiso <strong>de</strong>cirles: «Estoy bien, <strong>de</strong>jadme», pero sólo emitió un gruñido asustado y quedó<br />

inmóvil, <strong>de</strong>sgarrada por la agonía, sabiendo que, al morir, la Gran Cerda la liberaría, pero antes tenía que<br />

sufrir los últimos estertores... Y mientras estaba allí, en trance, ciega y agónica, oyó el cuerno <strong>de</strong> caza y supo<br />

que llevaban el cadáver <strong>de</strong> Avalloch sobre su caballo, atacado por la cerda momentos <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que él<br />

matara al macho, la cerda que él había logrado matar... Muerte, sangre, renacimiento y el fluir <strong>de</strong> la vida en<br />

el bosque, como el ir y venir <strong>de</strong> la lanza<strong>de</strong>ra...<br />

Habían pasado varias horas. Aún no podía mover un solo músculo sin sufrir un dolor terrorífico; lo recibía<br />

casi <strong>de</strong> buen grado. «No podía salir sin pena <strong>de</strong> esta muerte, pero Accolon tiene las manos limpias.» Alzó la<br />

vista hacia él, que la observaba con miedo y preocupación. Por el momento estaban solos.<br />

—¿Ya pue<strong>de</strong>s hablar, amor mío? —susurró Accolon— ¿Qué ha pasado?<br />

Negó con la cabeza. No podía hablar. Se inclinó para besarla. Jamás sabría lo cerca que habían estado <strong>de</strong><br />

verse <strong>de</strong>latados y vencidos.<br />

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