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Las Nieblas de Avalón

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Marion Zimmer Bradley <strong>Las</strong> <strong>Nieblas</strong> <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />

Libro IV El Prisionero en el Roble<br />

Niniana, sino <strong>de</strong> los dioses, quizá <strong>de</strong> un solo Dios. No <strong>de</strong>bo <strong>de</strong>rribar a Arturo: el tiempo y los cambios se<br />

ocuparán <strong>de</strong> eso.<br />

A Niniana le corrió por la espalda el escozor <strong>de</strong> la vi<strong>de</strong>ncia.<br />

—¿Y qué será <strong>de</strong> ti, Macho rey <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong>? ¿Qué será <strong>de</strong> la Madre que te envió en su nombre?<br />

—¿Crees que pienso per<strong>de</strong>rme en las brumas con <strong>Avalón</strong> y Camelot? Quiero ser gran rey... Y para eso tengo<br />

que conservar la corte <strong>de</strong> Arturo en todo su esplendor. Por eso Lanzarote tiene que <strong>de</strong>saparecer. Arturo<br />

tendrá que alejarlo <strong>de</strong>finitivamente, y probablemente también a Ginebra. ¿Estás conmigo o no, Niniana?<br />

Ella, mortalmente pálida, apretó los puños. Habría querido tener el po<strong>de</strong>r <strong>de</strong> Morgana para formar un puente<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el cielo a la tierra y fulminarlo con el rayo <strong>de</strong> la Diosa enfurecida. La media luna <strong>de</strong> su frente ardía <strong>de</strong><br />

cólera.<br />

—¿Tengo que ayudarte a traicionar a una mujer sólo por ejercer el <strong>de</strong>recho que la Diosa nos ha dado a todas,<br />

el <strong>de</strong> escoger a nuestro hombre?<br />

Gwydion soltó una risa burlona.<br />

—Ginebra renunció a ese <strong>de</strong>recho cuando se arrodilló a los pies <strong>de</strong>l Dios <strong>de</strong> los esclavos.<br />

—Aun así no tengo por qué traicionarla.<br />

—¿No me avisarás cuando vuelva a alejar a sus mujeres a la hora <strong>de</strong> acostarse?<br />

—No —dijo Niniana—. Por la Diosa que no. ¡Y la traición <strong>de</strong> Arturo a <strong>Avalón</strong> no es nada al lado <strong>de</strong> la tuya!<br />

Le volvió la espalda para abandonarlo, pero Gwydion la retuvo allí.<br />

—¡Harás lo que yo te or<strong>de</strong>ne!<br />

Niniana forcejeó hasta liberar sus muñecas amoratadas.<br />

—¿Lo que tú me or<strong>de</strong>nes? ¡Ni en un millar <strong>de</strong> años! —exclamó, sofocada por la furia—. ¡Ten cuidado,<br />

puesto que has alzado la mano contra la Dama <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong>! ¡Ya sabrá Arturo qué clase <strong>de</strong> víbora ha puesto en<br />

su pecho!<br />

En un arrebato <strong>de</strong> ira, Gwydion la sujetó por la otra muñeca y la golpeó con toda su fuerza en la sien.<br />

Niniana cayó al suelo sin un grito. Él estaba tan iracundo que no hizo el menor intento <strong>de</strong> <strong>de</strong>tener su caída.<br />

—¡Bien te apodaron los sajones! —dijo una voz grave y salvaje, entre la niebla—. ¡Consejo maligno,<br />

Mordret... asesino!<br />

Gwydion se volvió con un movimiento convulso, bajando los ojos al cuerpo caído a sus pies.<br />

—¿Asesino? ¡No! Sólo me enfadé con ella... Pero no quería hacerle daño... —Miró a su alre<strong>de</strong>dor, sin po<strong>de</strong>r<br />

distinguir nada en la niebla, cada vez más <strong>de</strong>nsa. Sin embargo, reconocía aquella voz—. ¡Morgana! Señora...<br />

¡Madre!<br />

Se arrodilló, con el pánico oprimiéndole la garganta, e incorporó a Niniana para buscarle el pulso. Pero yacía<br />

sin aliento, sin vida.<br />

—¡Morgana! ¿Dón<strong>de</strong> estáis, dón<strong>de</strong>? ¡Descubrios, maldita sea!<br />

Pero sólo Niniana estaba allí, exánime e inmóvil a sus pies. La estrechó contra sí, implorando:<br />

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