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Las Nieblas de Avalón

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Marion Zimmer Bradley <strong>Las</strong> <strong>Nieblas</strong> <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />

Libro IV El Prisionero en el Roble<br />

13<br />

Muy al norte, en el país <strong>de</strong> Lothian, las noticias que llegaban sobre la búsqueda <strong>de</strong>l Grial eran escasas y poco<br />

fiables. Morgause esperaba el regreso <strong>de</strong> Lamorak, su joven amante. Medio año <strong>de</strong>spués supo que había<br />

muerto en la búsqueda. «No fue el primero, ni será el último en morir por esta monstruosa locura que lleva a<br />

los hombres en pos <strong>de</strong> lo <strong>de</strong>sconocido —pensó—. Siempre he creído que las religiones y los dioses eran una<br />

forma <strong>de</strong> la locura. ¡Mira lo que han acarreado a Arturo! Y ahora se han llevado a Lamorak, todavía tan<br />

joven.»<br />

Pero él ya no estaba y, aunque lo echara <strong>de</strong> menos, no tenía por qué resignarse a la vejez y a un lecho<br />

solitario. Se observó en el viejo espejo <strong>de</strong> bronce, borró los rastros <strong>de</strong> las lágrimas y volvió a examinarse. Si<br />

bien ya no tenía la belleza madura que había <strong>de</strong>slumbrado a Lamorak, aún estaba <strong>de</strong> buen ver y conservaba<br />

todos los dientes. A<strong>de</strong>más, era rica y reina <strong>de</strong> Lothian. Siempre habría hombres en el mundo, todos necios,<br />

con los que una mujer astuta podía hacer lo que le diera la gana.<br />

De vez en cuando llegaba hasta ella alguna leyenda sobre la búsqueda, cada una más fabulosa que la anterior.<br />

Supo que Lamorak había vuelto al castillo <strong>de</strong> Pelinor, atraído por el viejo rumor <strong>de</strong> una vasija mágica que se<br />

conservaba en una cripta <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong>l castillo; allí murió, gritando que el Grial flotaba ante él en las manos <strong>de</strong><br />

una doncella, en las manos <strong>de</strong> su hermana Elaine. También llegaron nuevas <strong>de</strong> que Lanzarote estaba<br />

encarcelado en algún lugar <strong>de</strong> los viejos dominios <strong>de</strong> Héctor; estaba loco y nadie se atrevía a informar al rey<br />

Arturo. Luego se supo que, tras haber sido reconocido por Bors, su hermanastro, había recobrado el juicio y<br />

partido otra vez, ya para continuar la búsqueda, ya para volver a Camelot. Con un poco <strong>de</strong> suerte, también<br />

moriría en la búsqueda, <strong>de</strong> lo contrario, el cebo <strong>de</strong> Ginebra lo atraería nuevamente hacia Arturo y su corte.<br />

Sólo su Gwydion permanecía sensatamente en Camelot, cerca <strong>de</strong> Arturo. ¡Ojalá Gawaine y Gareth hubieran<br />

hecho lo mismo! Pero, al menos, sus hijos habían retomado el lugar que les correspondía junto al rey.<br />

Pero tenía otra manera <strong>de</strong> averiguar lo que estaba sucediendo. Durante muchos años había creído que las<br />

puertas <strong>de</strong> la magia y la vi<strong>de</strong>ncia estaban cerradas para ella, exceptuando los pequeños trucos que aprendió<br />

por sí sola. Después empezó a compren<strong>de</strong>r que la magia estaba allí, esperándola, sin complejas reglas y<br />

limitaciones druídicas para su uso. No tenía nada que ver con los dioses, con el bien ni con el mal; estaba<br />

simplemente allí, a disposición <strong>de</strong> quien tuviera la temeraria voluntad <strong>de</strong> utilizarla.<br />

Aquella noche, encerrada lejos <strong>de</strong> sus criados, hizo los preparativos. El perro blanco que había llevado le<br />

inspiraba una imparcial compasión; tuvo un momento <strong>de</strong> repulsión al cortarle el cuello y recoger la sangre<br />

caliente en el cuenco, pero al fin y al cabo era su perro, tan suyo como el cerdo que podría haber sacrificado<br />

para la cena. Y en la sangre vertida había un po<strong>de</strong>r más fuerte y directo que el que el sacerdocio <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />

acumulaba con su interminable disciplina. Delante <strong>de</strong>l hogar yacía una <strong>de</strong> las criadas, <strong>de</strong>bidamente drogada;<br />

esta vez era una que no le era especialmente necesaria ni le merecía mayor afecto. Había aprendido la lección<br />

la última vez que lo intentó. En aquella ocasión <strong>de</strong>sperdició a una buena hilan<strong>de</strong>ra; al menos ésta no sería una<br />

pérdida para nadie.<br />

Los preliminares aún le inspiraban ciertos escrúpulos. La sangre que le manchaba las manos y la frente era<br />

<strong>de</strong>sagradablemente pringosa, pero casi podía ver surgir <strong>de</strong> ella, como si fuera humo, finas volutas <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r<br />

mágico. La luna se había reducido en el cielo a un <strong>de</strong>lgadísimo <strong>de</strong>stello; la que esperaba su llamada en<br />

Camelot estaría ya preparada. En el momento exacto en que la luna entró en el cuadrante correcto, Morgause<br />

vertió el resto <strong>de</strong> la sangre en el fuego y pronunció tres veces, en voz alta:<br />

—¡Morag! ¡Morag! ¡Morag!<br />

La sirvienta drogada (Morgause recordó vagamente que se llamaba Becca o algo así) se movió un poco junto<br />

al fuego; sus ojos vagos adquirieron profundidad y firmeza. Por un momento, al levantarse, pareció lucir el<br />

atuendo elegante <strong>de</strong> las damas <strong>de</strong> Ginebra.<br />

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