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Las Nieblas de Avalón

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Marion Zimmer Bradley <strong>Las</strong> <strong>Nieblas</strong> <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />

Libro IV El Prisionero en el Roble<br />

HABLA MORGANA...<br />

En años posteriores oí contar que robé la vaina por medio <strong>de</strong> brujerías, que Arturo me persiguió con cien<br />

jinetes y que yo también iba ro<strong>de</strong>ada por un centenar <strong>de</strong> caballeros <strong>de</strong>l pueblo <strong>de</strong> las hadas, y cuando<br />

Arturo iba a alcanzarme me convertí en un círculo <strong>de</strong> piedras, junto con mis hombres. Algún día, sin duda,<br />

añadirán que <strong>de</strong>spués pedí mi carro tirado por dragones alados para volar al reino <strong>de</strong> las hadas.<br />

Pero no fue así. No fue más que eso: la gente pequeña sabe escon<strong>de</strong>rse en los bosques, confundiéndose con<br />

los árboles y las sombras, y aquel día yo era uno <strong>de</strong> ellos, como me habían enseñado en <strong>Avalón</strong>. Cuando los<br />

caballeros se llevaron a Arturo, casi <strong>de</strong>svanecido por la larga persecución y el frío sufrido en la herida, me<br />

<strong>de</strong>spedí <strong>de</strong> los hombres <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong> y continué hasta Tintagel. Pero al llegar ya no me importaba lo que<br />

hicieran en Camelot, pues estaba muy enferma.<br />

Aún ignoro qué me aquejaba; sólo sé que se fue el verano y que las hojas empezaron a caer mientras yacía<br />

en mi cama, atendida por las criadas que había encontrado allí, sin que me interesara volver a levantarme.<br />

Tenía un poco <strong>de</strong> fiebre, un cansancio tan gran<strong>de</strong> que no me <strong>de</strong>cidía a incorporarme ni a comer, una<br />

pesa<strong>de</strong>z <strong>de</strong> ánimo tal que poco me importaba vivir o morir. Mis criadas (a una o dos las recordaba <strong>de</strong> mi<br />

infancia) creían que estaba hechizada. Y bien pudiera ser.<br />

Marco <strong>de</strong> Cornualles me rindió tributo. «La estrella <strong>de</strong> Arturo va en ascenso —pensé—; sin duda cree que<br />

he venido por mandato suyo y no quiere enemistarse con él, ni siquiera por estas tierras que consi<strong>de</strong>ra<br />

suyas. Hace un año quizá le habría prometido una parte, a cambio <strong>de</strong> que mandara a un grupo <strong>de</strong><br />

insurrectos contra Arturo.» Pero muerto Accolon ya nada importaba. Escalibur seguía en po<strong>de</strong>r <strong>de</strong> Arturo.<br />

Si la Diosa <strong>de</strong>seaba otra cosa tendría que quitársela ella misma, pues yo había fracasado y ya no era su<br />

sacerdotisa.<br />

Creo que era lo que más dolía: haber fracasado sin que ella me hubiera tendido una mano para ayudarme a<br />

imponer su voluntad. Arturo, los curas y el traidor Kevin habían sido más fuertes que la magia <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong>.<br />

Ya no quedaba nadie.<br />

Ya no quedaba nadie, nadie. Lloraba sin cesar por Accolon y por el niño cuya vida había cesado al<br />

comenzar. Lloraba también por Arturo, convertido en mi enemigo e, inexplicablemente, también por Uriens<br />

y por mi vida en Gales, la única paz que había conocido.<br />

Había perdido o entregado a la muerte a todos mis seres amados: Igraine, Viviana, Accolon, Arturo.<br />

Lanzarote y Ginebra me temían y me odiaban, y también Uwaine, que había sido como un hijo. A nadie le<br />

importaba que yo viviera o muriera. Tampoco a mí.<br />

Ya había caído la última hoja, se iniciaban las temibles tempesta<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l invierno, cuando una <strong>de</strong> mis<br />

mujeres vino a <strong>de</strong>cir que un hombre <strong>de</strong>seaba verme.<br />

—¿En esta época <strong>de</strong>l año? —Miré por la ventana, la lluvia incesante que caía <strong>de</strong>l cielo, tan gris y lóbrego<br />

como el interior <strong>de</strong> mi mente. ¿Qué viajero osaba venir con aquel tiempo, luchando con las tormentas y la<br />

oscuridad? Quienquiera que fuese, no me interesaba—. Dile que la duquesa <strong>de</strong> Cornualles no recibe a<br />

nadie. Que se vaya.<br />

—¿ Con la lluvia y en una noche como ésta, señora ?<br />

Me sorprendió que la mujer protestara; casi todas me temían, creyéndome hechicera, y yo se lo <strong>de</strong>jaba<br />

creer. Pero la mujer tenía razón: Tintagel nunca había negado su hospitalidad.<br />

—Dale la hospitalidad que corresponda a su rango —dije—, comida y lecho. Pero dile que estoy enferma y<br />

que no puedo recibirlo.<br />

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