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Marion Zimmer Bradley <strong>Las</strong> <strong>Nieblas</strong> <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong><br />
Libro IV El Prisionero en el Roble<br />
«Conque vi la verdad, aunque pareciera un sueño...» Los monjes lo <strong>de</strong>jaron en el suelo antes <strong>de</strong> llevarlo al<br />
interior <strong>de</strong> la iglesia. Entonces Morgana se a<strong>de</strong>lantó para retirar el paño mortuorio que le cubría la cara.<br />
Vio a Lanzarote, ojeroso y arrugado, mucho más viejo que la última vez. Pero fue sólo un instante. Luego<br />
vio solamente una dulce y maravillosa expresión <strong>de</strong> paz. Parecía sonreír, con la mirada mucho más allá. Y<br />
así supo en qué se habían posado sus ojos moribundos.<br />
—Conque al fin hallaste tu Grial —susurró.<br />
Uno <strong>de</strong> los monjes preguntó:<br />
—¿Lo conocisteis en el mundo, hermana?<br />
Y Morgana comprendió que, por su vestimenta oscura, la había tomado por una monja.<br />
—Era... pariente mío.<br />
«Primo, amante, amigo... Pero eso fue hace mucho tiempo. Al final fuimos sacerdote y sacerdotisa.»<br />
—Eso me pareció —dijo el monje—. En la corte <strong>de</strong> Arturo lo llamaban Lanzarote, pero entre nosotros era<br />
Galahad. Estuvo con nosotros muchos años. Hace apenas unos días que se or<strong>de</strong>nó sacerdote.<br />
«Conque viniste en busca <strong>de</strong> un Dios que no se burlara <strong>de</strong> ti, primo mío.»<br />
Los monjes volvieron a levantar el ataúd. El que había hablado le dijo:<br />
—Rezad por su alma, hermana.<br />
Y Morgana inclinó la cabeza. No podía llorarlo tras haber visto en su rostro el reflejo <strong>de</strong> esa luz remota. Pero<br />
tampoco lo seguiría a la iglesia. «Aquí el velo es muy tenue. Aquí Galahad vio la luz <strong>de</strong>l Grial, en la otra<br />
capilla, la <strong>de</strong> <strong>Avalón</strong>, y tocó el cáliz a través <strong>de</strong> los mundos, y así murió. Y aquí, por fin, Lanzarote ha<br />
seguido a su hijo.»<br />
Morgana echó a andar lentamente por el sen<strong>de</strong>ro, medio <strong>de</strong>cidida a abandonar su propósito. ¿Qué podía<br />
importar? Pero cuando se <strong>de</strong>tuvo, vacilante, un anciano jardinero levantó la cabeza, arrodillado en un parterre<br />
<strong>de</strong> flores.<br />
—No os conozco, hermana. No sois <strong>de</strong> las que viven aquí. ¿Venís en peregrinaje?<br />
En cierto modo, así era.<br />
—Busco la sepultura <strong>de</strong> una parienta mía, la Dama <strong>de</strong>l Lago.<br />
—Ah, sí, eso fue hace muchos años, durante el reinado <strong>de</strong> nuestro buen rey Arturo —dijo el hombre—. Se<br />
encuentra más allá, don<strong>de</strong> lo vean los peregrinos. Des<strong>de</strong> allí parte el sen<strong>de</strong>ro hacia el convento <strong>de</strong> las<br />
hermanas. Si tenéis hambre, allí os darán algo <strong>de</strong> comer.<br />
«¿A eso hemos llegado? ¿Parezco una mendiga?» Pero el hombre no tenía mala intención, <strong>de</strong> modo que le<br />
dio las gracias y marchó en la dirección indicada.<br />
Arturo había construido una noble tumba para Viviana, pero allí sólo había unos cuantos huesos que volvían<br />
lentamente a la tierra. ¿Por qué le había afectado tanto? Viviana no estaba allí. Sin embargo, al inclinar la<br />
cabeza ante el túmulo, se <strong>de</strong>scubrió llorando.<br />
Al cabo <strong>de</strong> un rato se le acercó una mujer <strong>de</strong> velo blanco y túnica oscura, no muy diferente a la suya.<br />
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