Camilo José Cela - La familia de Pascual Duarte - Letra Hispanica
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i<strong>de</strong>as, las i<strong>de</strong>as que han <strong>de</strong> ocasionar el que nos corten la cabeza don<strong>de</strong> se cocieron,<br />
quién sabe si para que no siga trabajando tan atrozmente. Pasamos a lo mejor hasta<br />
semanas enteras sin variar; los que nos ro<strong>de</strong>an se acostumbraron ya a nuestra<br />
adustez y ya ni extrañan siquiera nuestro extraño ser. Pero un día el mal crece, como<br />
los árboles, y engorda, y ya no saludamos a la gente; y vuelven a sentirnos como<br />
raros y como enamorados. Vamos enflaqueciendo, enflaqueciendo, y nuestra barba<br />
hirsuta es cada vez más lacia. Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no<br />
aguantamos el mirar; nos duele la conciencia, pero, ¡no importa!, ¡más vale que duela!<br />
Nos escuecen los ojos, que se llenan <strong>de</strong> un agua venenosa cuando mirarnos fuerte. El<br />
enemigo nota nuestro anhelo, pero está confiado; el instinto no miente. <strong>La</strong> <strong>de</strong>sgracia<br />
es alegre, acogedora, y el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la<br />
plaza inmensa <strong>de</strong> vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las<br />
corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya<br />
no hay solución, ya no hay arreglo posible. Empezamos a caer, vertiginosamente ya,<br />
para no volvernos a levantar en vida. Quizás para levantarnos un poco a última hora,<br />
antes <strong>de</strong> caer <strong>de</strong> cabeza hasta el infierno... Mala cosa.<br />
Mi madre sentía una insistente satisfacción en tentarme los genios, en los que el mal<br />
iba creciendo como las moscas al olor <strong>de</strong> los muertos. <strong>La</strong> bilis que tragué me envenenó<br />
el corazón y tan malos pensamientos llegaba por entonces a discurrir, que llegué a<br />
estar asustado <strong>de</strong> mi mismo coraje. No quería ni verla; los días pasaban iguales los<br />
unos a los otros, con el mismo dolor clavado en las entrañas, con los mismos presagios<br />
<strong>de</strong> tormenta nublándonos la vista.<br />
El día que <strong>de</strong>cidí hacer uso <strong>de</strong>l hierro tan agobiado estaba, tan cierto <strong>de</strong> que al mal<br />
había que sangrarlo, que no sobresaltó ni un ápice mis pulsos la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong><br />
mi madre. Era algo fatal que había <strong>de</strong> venir y que venía, que yo había <strong>de</strong> causar y que<br />
no podía evitar aunque quisiera, porque me parecía imposible cambiar <strong>de</strong> opinión,<br />
volverme atrás, evitar lo que ahora daría una mano porque no hubiera ocurrido, pero<br />
que entonces gozaba en provocar con el mismo cálculo y la misma meditación por lo<br />
menos con los que un labrador emplearía para pensar en sus trigales.<br />
Estaba todo bien preparado; me pasé largas noches enteras pensando en lo mismo<br />
para envalentonarme, para tomar fuerzas; afilé el cuchillo <strong>de</strong> monte, con su larga y<br />
ancha hoja que se parecía a las hojas <strong>de</strong>l maíz, con su canalito que la cruzaba, con sus<br />
cachas <strong>de</strong> nácar que le daban un aire retador. Sólo faltaba entonces emplazar la fecha;<br />
y <strong>de</strong>spués no titubear, no volverse atrás, llegar hasta el final costase lo que costase,<br />
mantener la calma..., y luego herir, herir sin pena, rápidamente, y huir, huir muy<br />
lejos, a <strong>La</strong> Coruña, huir don<strong>de</strong> nadie pudiera saberlo, don<strong>de</strong> se me permitiera vivir en<br />
paz esperando el olvido <strong>de</strong> las gentes, el olvido que me <strong>de</strong>jase volver para empezar a<br />
vivir <strong>de</strong> nuevo.<br />
<strong>La</strong> conciencia no me remor<strong>de</strong>ría; no habría motivo. <strong>La</strong> conciencia sólo remuer<strong>de</strong> <strong>de</strong><br />
las injusticias cometidas: <strong>de</strong> apalear un niño, <strong>de</strong> <strong>de</strong>rribar una golondrina... Pero <strong>de</strong><br />
aquellos actos a los que nos conduce el odio, a los que vamos como adormecidos por<br />
una i<strong>de</strong>a que nos obsesiona, no tenemos que arrepentirnos jamás, jamás nos<br />
remuer<strong>de</strong> la conciencia.<br />
Fue el 10 <strong>de</strong> febrero <strong>de</strong> 1922. Cuadró en viernes aquel año, el 10 <strong>de</strong> febrero. El<br />
tiempo estaba claro como es ley que ocurriera por el país; el sol se agra<strong>de</strong>cía y en la<br />
plaza me parece como recordar que hubo aquel día más niños que nunca jugando a las<br />
canicas o a las tabas. Mucho pensé en aquello, pero procuré vencerme y lo conseguí;<br />
volverme atrás hubiera sido imposible, hubiera sido fatal para mí, me hubiera<br />
conducido a la muerte, quién sabe si al suicidio. Me hubiera acabado por encontrar en<br />
el fondo <strong>de</strong>l Guadiana, <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> las ruedas <strong>de</strong>l tren... No, no era posible cejar, había<br />
que continuar a<strong>de</strong>lante, siempre a<strong>de</strong>lante, hasta el fin. Era ya una cuestión <strong>de</strong> amor<br />
propio.