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La Colmena

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Librodot <strong>La</strong> colmena Camilo José Cela109-¡Y aún tengo otro preparado, señora Paulina!-¡Calle, calle, por amor de Dios!-Bueno, esperaré a que se reponga un poco, no tengo prisa.<strong>La</strong> señora Paulina, golpeándose los recios muslos con las palmas de las manos, aún se acuerdade lo mal que olía el señor gordo.Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos mehuelen a cebolla. <strong>La</strong> mujer era la imagen de la paciencia.-¿Quieres lavarte las manos?-No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.-Tranquilízate.-No puedo, huele a cebolla.-Anda, procura dormir un poco.-No podría, todo me huele a cebolla.-¿Quieres un vaso de leche?-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy deprisa, cada vez huele más a cebolla.-No digas tonterías.-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla! El hombre se echó a llorar.-¡Huele a cebolla!-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!<strong>La</strong> mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!-Como quieras.<strong>La</strong> mujer cerró la ventana.-Quiero agua en una taza; en un vaso, no.<strong>La</strong> mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.<strong>La</strong> mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se lehubieran roto los dos pulmones de repente.El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor enlas sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.-¡Ay!El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacia.Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.-¿Qué pasa?<strong>La</strong> mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:-Nada, que olía un poco a cebolla.Seoane, antes de ir a tocar el violín al Café de doña Rosa, se pasa por una óptica. El hombrequiere enterarse del precio de las gafas ahumadas; su mujer tiene unos ojos cada vez peor.-Vea usted, fantasía con cristales Zeiss, doscientas cincuenta pesetas.Seoane sonríe con amabilidad.-No, no, yo las quiero más económicas.-Muy bien, señor. Este modelo quizá le agrade; ciento setenta y cinco pesetas.Seoane no había dejado de sonreír.-No, no me explico bien; yo quisiera ver unas de tres a cuatro duros.El dependiente lo mira con profundo desprecio. Lleva bata blanca y unos ridículos lentes depinzas, se peina con raya al medio y mueve el culito al andar.-Eso lo encontrará usted en una droguería. Siento no poder servir al señor.⎯Bueno, adiós; usted perdone.Seoane se va parando en los escaparates de las droguerías.Librodot109

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