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MESA 014

Dedicamos nuestro próximo número a las legumbres, tan importantes en la nueva cocina y en la culminación de un gran plato, y tan olvidadas por los consumidores. Su riqueza nutricional, las mejores formas de cocción y las recetas de los grandes chefs.

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| JESÚS VILLANUEVA JIMÉNEZ |<br />

Enamorados y<br />

los garbanzos<br />

con bacalao<br />

Re l at o s g a s t r o n ó m i c o s<br />

Entré en Cafetería Lepanto después de treinta y<br />

dos años de tomarme en ella el último café. No<br />

aprecié cambio alguno en el local. Aquella decoración<br />

de finales del siglo XIX siempre me recordó<br />

al café donde se desarrollaban algunas venturas y<br />

más desventuras de los personajes de La Colmena,<br />

magnífica obra del difunto don Camilo. ¡Qué<br />

bien se llevó al cine esa novela! Rara excepción,<br />

por cierto.<br />

Busqué con la mirada a Amelia y no la vi. Luego<br />

miré hacia la mesa del rincón donde solía sentarme.<br />

Estaba libre. Aceleré el paso cuando observé<br />

que una joven pareja se dirigía hacia allí, señalando<br />

el lugar, con la clara intención de ocuparlo.<br />

Por dos zancadas llegué antes que ellos y tomé<br />

posesión de mi castillo. Mala cara me puso el<br />

mozuelo, que algo fue a espetarme cuando la muchacha<br />

le indicó, con gesto autoritario, que no lo<br />

hiciera. Bien me cayó la chica. Bien, hasta que le<br />

escuché decir al maromo: “Deja al hombre, Luis,<br />

que son manías de viejo”. ¡La madre que la parió,<br />

manías de viejo! Hoy en día no es viejo un hombre<br />

de… sesenta y siete años. ¡Puñeta, cómo pasa el<br />

tiempo!<br />

Desde mi rincón observé a gente entrar denotando<br />

prisas, e ir ocupando las mesas hasta no quedar ni<br />

una libre. ¡Qué suerte tuve! Al mirar el reloj comprendí<br />

el motivo. Las 13’35, hora de comer para<br />

los empleados de las oficinas del gran edificio que<br />

se había construido frente a Lepanto hacía diez<br />

años, según me contó el vendedor de la ONCE de<br />

la esquina. De pronto, la atmósfera del salón se<br />

inundó de un murmullo incómodo; un zumbido<br />

de abejorros chillones. Nada más tomar asiento,<br />

la mayoría de los recién llegados plantaban los<br />

ojos ante las pantallas de sus modernos teléfonos<br />

móviles, esmarfonchichon, o cómo quiera que se<br />

llamen esos artilugios, para sólo apartarla un instante<br />

al repasar la carta y atender al camarero.<br />

—¿Qué va a tomar el señor? —me preguntó una<br />

camarera.<br />

—¿Siguen haciendo garbanzos con bacalao?<br />

—exquisitos, recordé de antaño.<br />

—Es nuestro plato estrella en Semana Santa<br />

—afirmó, sonriendo, con evidente orgullo.<br />

—¡Qué bien!... Pues eso, garbanzos con bacalao y<br />

una copa de vino de la casa.<br />

A los cinco minutos, la misma camarera posaba<br />

sobre la mesa de impoluto blanco mantel el plato<br />

de garbanzos con bacalao, que olía que alimentaba,<br />

el pan, y una botella recién descorchada<br />

de un Rioja con buena pinta. “Sírvase usted las<br />

copas que desee, señor”, me dijo, amablemente.<br />

Saboreaba la segunda cucharada, cuando<br />

Amelia, al fin, se asomó al salón, desde detrás<br />

del mostrador, con ojos escrutadores, vigilante<br />

de su negocio, atenta al buen servicio que se les<br />

daba a los comensales. Habían pasado treinta y<br />

dos años, pero aquella expresión despierta era<br />

la misma que recordaba. ¿Qué edad debía tener<br />

ahora? Cuatro años menos que yo. Sesenta<br />

y tres, pues; bonita edad. No puedo negar que<br />

sentí una súbita emoción al verla y mi corazón<br />

acelerarse como unas castañuelas en un tablao<br />

flamenco. ¡Amelia! Cuando nos conocimos ella<br />

llevaba apenas un año casada; yo algo más de<br />

tres. No hicimos más que cruzar algunas palabras<br />

para comprender ambos que nos enamoraríamos<br />

sin remisión, si seguíamos encontrándonos. Yo

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