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MESA 012

En la próxima edición de MESA ABIERTA celebramos nuestro primer aniversario, por lo que será el número más especial del año. Además, coincide con el comienzo de Carnavales, así que... ¡no se pierdan todas las sorpresas que tenemos preparadas para los amantes de la gastronomía!

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| jesús villanueva jiménez |<br />

La tortilla de la<br />

España irrepetible<br />

Re l at o s g a s t r o n ó m i c o s<br />

Jamás olvidaré aquella tarde. Llovía a cántaros y<br />

hacía un frío del demonio. Creo recordar que fue<br />

durante tres vidas antes a la que ahora disfruto<br />

o padezco, según el día y la inspiración con que<br />

despierte. Sí, tres vidas más atrás. O quizás cuatro,<br />

ahora que pienso. En fin, da igual. Lo cierto<br />

es que acabábamos de expulsar a los gabachos de<br />

España, hacía apenas un año, no llegaba, puesto<br />

que la guerra concluyó en abril de 1814 y recuerdo<br />

que corría enero de 1815. Mala guerra aquella,<br />

cruenta y sanguinaria, que si todas lo son, la<br />

de nuestra independencia lo fue más. Y guardo<br />

en la memoria aquella tarde porque por entonces<br />

concluí mi cuarta novela, una más de otras tantas<br />

que nunca llegué a publicar.<br />

Volviendo a lo que iba, mi estimado amigo, salí<br />

de la pensión de mala muerte donde me alojaba,<br />

en la calle Preciados, harto de esnifar la inicua<br />

humedad flotante entre aquellas cuatro paredes.<br />

Refugiado bajo mi sombrero de ala ancha y el<br />

capote encerado, con mi vieja cartera de cuero<br />

—donde guardaba papel, pluma y tintero—, bajo<br />

el brazo, atravesé la Puerta del Sol camino de la<br />

Plaza Mayor. Ya en la plaza del que hoy llamamos<br />

el Madrid de los Austrias, al pasar frente al Mesón<br />

Don Quijote, al resguardo del soportal, observé a<br />

dos hombres discutir muy alterados, justo saliendo<br />

de aquella espléndida casa de comidas, que<br />

antaño pude permitirme visitar al menos una vez<br />

por semana. Uno defendía el reciente restablecimiento<br />

en el trono de Fernando VII —despreciable<br />

felón, mantengo—, que había regresado a España<br />

luego de su exilio durante la guerra, apenas<br />

ésta concluyó. El otro, por el contrario, echaba<br />

pestes del decreto promulgado por el Rey, por el<br />

cual se derogaba la magna obra constitucional de<br />

las heroicas Cortes de Cádiz, aquella Pepa de la<br />

que tantos nos enamoramos. Tan seria se puso la<br />

discusión y tan entretenida, que decidí esperar a<br />

ver qué derroteros tomaba, yo de parte, cómo no,<br />

del defensor de doña Pepa. Más entretenido estuve<br />

cuando, con el mesonero y otros cinco o seis<br />

paisanos, una joven moza de taberna, se asomaba<br />

al exterior para contemplar desde el burladero la<br />

trifulca, mostrando un generoso hermoso escote.<br />

Para mi desdicha, poco disfrutaron mis ojos de<br />

la visión de ensueño, puesto que al sentir en sus<br />

dulces carnes la joven mesonera el gélido aire invernal,<br />

presto las cubrió con el largo delantal, a<br />

modo de improvisada toquilla. El caso es que la<br />

discusión llegó a reyerta cuando uno propinó al<br />

otro un bofetón, y éste se defendió a guantazos.<br />

Entonces el primero echó mano de una faca que<br />

ocultaba en el fajín. No fue menos el segundo,<br />

que blandió su navaja de palmo y medio de bruñido<br />

acero, de las que tantas tripas gabachas y<br />

mamelucas rajaron el Dos de Mayo. Por cierto,<br />

gloriosa fecha que viví con ardor y regocijo. Uno<br />

frente al otro, los ojos como agujas incendiadas se<br />

ofendían a un paso de distancia. “¡Viva Fernando<br />

VII!”, gritó uno. “¡Viva la Pepa!”, bramó el otro.<br />

Y echando espumarajos por la boca cruzaron<br />

los aceros, como quien afila cuchillos en el aire.<br />

Hasta que uno largó una estocada al otro, y éste<br />

un tajo al primero. En ese instante, saltaron el<br />

mesonero y los paisanos parando aquel encuentro<br />

que de las voces llegó a la sangre. Por fortuna,<br />

dados los gruesos ropajes con los que ambos se<br />

abrigaban, no fue de consideración ninguna de<br />

las heridas. Por un lado se llevaron al del tajo en<br />

el brazo y por el otro al de la estocada en el hombro.<br />

Ambos, en su fuero interno, festejando haber<br />

sido separados.<br />

Seguí mi camino bordeando por los soportales la<br />

plaza, para evitar el aguacero que seguía cayendo,<br />

hasta el figón de la esquina de la entrada de<br />

San Jacinto, que regentaba una viejita encantadora;<br />

una galleguiña que en plena contienda había<br />

enviudado. Sin un comensal me encontré el<br />

reducido local al entrar en él. Un mostrador a la<br />

derecha, los fogones al fondo y a la izquierda dos<br />

mesas con cuatro taburetes en torno a cada una,<br />

ya con velas y candiles de aceite encendidos.<br />

—Vaya tarde de perros, viejita —recuerdo decirle<br />

a modo de saludo.

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