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www.elortiba.org LAS COSMICOMICAS (1965) Italo Calvino La ...

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Me puse a conversar, todo con gestos. –Arena. No arena –dije, señalando primero en<br />

torno y luego nosotros dos.<br />

Hizo una señal de que sí, había entendido.<br />

–Roca. No roca –dije, por seguir desarrollando el tema. Era una época en que no<br />

disponíamos de muchos conceptos: designar, por ejemplo, lo que éramos nosotros dos, lo<br />

que teníamos de común y de diverso, no era empresa fácil.<br />

–Yo. Tú no yo –traté de explicarle con gestos.<br />

Se contrarió.<br />

–Sí. Tú como yo, pero más o menos –corregí.<br />

Se había tranquilizado un poco, pero desconfiaba todavía.<br />

–Yo, tú, juntos, corre, corre –traté de decir.<br />

<strong>La</strong>nzó una carcajada y escapó.<br />

Corríamos por la cresta de los volcanes. En el gris meridiano el vuelo de los cabellos<br />

de Ayl y las lenguas de fuego que se alzaban de los cráteres se confundían en un batir de<br />

alas pálido e idéntico.<br />

–Fuego. Pelo –le dije–. Fuego igual pelo.<br />

Parecía convencida.<br />

–¿No es cierto que es lindo? –pregunté.<br />

–Lindo –contestó.<br />

El Sol ya se hundía en un crepúsculo blanquecino. Sobre un despeñadero de piedras<br />

opacas, los rayos pegando al sesgo hacían brillar algunas.<br />

–Piedras allá nada iguales. Lindas, ¿eh? –dije.<br />

–No –contestó, y desvió la mirada.<br />

–Piedras allá lindas, ¿eh? –insistí, señalando el gris brillante de la piedra.<br />

–No.<br />

Se negaba a mirar.<br />

–¡A ti, yo, piedras allá –le ofrecí.<br />

–¡No, piedras aquí! –respondió Ayl y tomó un puñado de las opacas. Pero yo ya había<br />

corrido adelante.<br />

Volví con las piedras brillantes que había recogido, pero tuve que forzarla para que<br />

las tomase.<br />

–¡Lindo! –trataba de convencerla.<br />

–¡No! –protestaba, pero después las miró; lejos del reflejo solar, eran piedras opacas<br />

como las otras; y sólo entonces dijo–: ¡Lindo!<br />

Cayó la noche, la primera que pasé abrazado no a una roca, y por eso quizás me<br />

pareció cruelmente corta. Si la luz tendía a cada momento a borrar a Ayl, a poner en duda<br />

su presencia, la oscuridad me devolvía la certeza de que estaba.<br />

Volvió el día a teñir de gris la Tierra, y mi mirada giraba en torno y no la veía. <strong>La</strong>ncé<br />

un grito mudo: –¡Ayl! ¿Por qué te has escapado? –Pero ella estaba delante de mí y también<br />

me buscaba y no me veía y silenciosamente gritó–: ¡Qfwfq! ¿Dónde estás?–. Hasta que<br />

nuestra vista se acostumbró a escrutar aquella luminosidad caliginosa y a reconocer el<br />

relieve de una ceja, de un codo, de una cadera.<br />

Entonces hubiera querido colmar a Ayl de regalos, pero nada me parecía digno de<br />

ella. Buscaba todo lo que de algún modo se destacara de la uniforme superficie del mundo,<br />

todo lo que indicase un jaspeado, una mancha. Pero pronto hube de reconocer que Ayl y yo<br />

teníamos gustos diferentes, si no directamente opuestos: yo buscaba un mundo diverso más<br />

allá de la pátina desvaída que aprisionaba las cosas, y espiaba cualquier señal, cualquier<br />

indicio (en realidad algo estaba empezando a cambiar, en ciertos puntos la ausencia de<br />

color parecía recorrida por vislumbres tornasoladas); en vez, Ayl era una habitante feliz del<br />

silencio que reina allí donde toda vibración está excluida; para ella todo lo que apuntaba a<br />

romper una absoluta neutralidad visual era un desafinar estridente; para ella allí donde el<br />

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