Artaud antonin - heliogabalo o el anarquista coronado
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Librodot H<strong>el</strong>iogábalo o <strong>el</strong> <strong>anarquista</strong> <strong>coronado</strong> Antonin <strong>Artaud</strong><br />
II<br />
LA GUERRA DE LOS PRINCIPIOS<br />
Si nos acercamos a la Siria de hoy, con sus montañas, su mar, su río, sus ciudades y sus<br />
gritos, sentimos la ausencia de algo esencial; pero como <strong>el</strong> pus hirviente y vital, está ausente d<strong>el</strong><br />
absceso reventado. Algo espantoso, compacto, duro, y si se quiere abominable, abandonó de<br />
golpe, brutalmente, como se vacía un pozo de aire, como <strong>el</strong> “Fiat” tonante de Dios volatiliza sus<br />
torb<strong>el</strong>linos, como se disipa en los rayos d<strong>el</strong> sol traidor una espiral de vahos, abandonó <strong>el</strong> aire d<strong>el</strong><br />
ci<strong>el</strong>o y las murallas carcomidas de las ciudades, algo que ya no se volverá a ver.<br />
Allí donde la r<strong>el</strong>igión de Ictus, <strong>el</strong> Pez pérfido, en <strong>el</strong> momento de la muerte, señala con<br />
cruces su paso sobre las partes culpables d<strong>el</strong> cuerpo, la r<strong>el</strong>igión de Elagabalus exalta la p<strong>el</strong>igrosa<br />
acción d<strong>el</strong> miembro sombrío, d<strong>el</strong> órgano de la reproducción.<br />
Entre <strong>el</strong> grito d<strong>el</strong> coribante que se castra y corre por la ciudad esgrimiendo su sexo, bien<br />
rígido y seccionado al ras, y <strong>el</strong> aullido d<strong>el</strong> oráculo que ruge al borde de los viveros sagrados,<br />
nace una armonía encantada y grave, basada en <strong>el</strong> misticismo. No un acuerdo de sonidos, sino un<br />
acuerdo petrificante de cosas y que demuestra que en Siria, un poco antes de la aparición de<br />
H<strong>el</strong>iogábalo y hasta algunos siglos después de él, hasta la crucifixión, sobre <strong>el</strong> frontispicio d<strong>el</strong><br />
templo de Palmira, de Valerio, emperador romano, cuyo cadáver fue pintarrajeado de rojo, <strong>el</strong><br />
culto negro no temía mostrar sus encantos al sol macho, hacerlo cómplice de su triste eficacia.<br />
¿Qué significa y en qué consiste finalmente esta r<strong>el</strong>igión d<strong>el</strong> Sol en Emesa, por cuya<br />
difusión, después de todo, H<strong>el</strong>iogábalo dio su vida?<br />
No es suficiente que <strong>el</strong> olor d<strong>el</strong> hombre persista todavía en las ruinas d<strong>el</strong> desierto, que un<br />
soplo menstrual corra entre los torb<strong>el</strong>linos masculinos d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o; no es suficiente que <strong>el</strong> eterno<br />
combate d<strong>el</strong> hombre y la mujer pase por los canales surcados de las piedras, por las columnas de<br />
aire recalentadas.<br />
El asombroso coloquio mágico que opone <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o a la tierra y la luna al sol, y que la<br />
r<strong>el</strong>igión de Ictus, <strong>el</strong> Pez, ha destruido, si bien no se ejerce ya en <strong>el</strong> humor ritual de las<br />
c<strong>el</strong>ebraciones, está en <strong>el</strong> origen de nuestra actual inercia.<br />
Podemos despreciar a distancia la sangrienta aspersión de los Taurobolios, a la cual se<br />
entregan los adeptos al culto de Mitra, sobre una especie de línea mística, cuyo trayecto nunca<br />
fue superado, y que va desde las altiplanicies d<strong>el</strong> Irán hasta <strong>el</strong> recinto cerrado de Roma; podemos<br />
taparnos la nariz de horror ante la emanación mezclada de sangre, esperma, transpiración y<br />
menstruaciones, unida a ese íntimo olor a carne corroída y sexo sucio que se alza de los<br />
sacrificios humanos; podemos gritar de asco ante <strong>el</strong> prurito sexual de las mujeres, que al ver un<br />
miembro recién arrancado se sienten perdidamente enamoradas; podemos abominar de la locura<br />
de un pueblo en trance que, desde lo alto de las casas en que los coribantes arrojaron sus<br />
miembros, les lanzan vestidos de mujer sobre los hombros, al tiempo que invocan a sus dioses;<br />
pero no podemos pretender que todos estos ritos no contienen una suma de espiritualidad<br />
violenta que supera sus excesos sangrientos.<br />
Si en la r<strong>el</strong>igión d<strong>el</strong> cristo <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o es un Mito, en la r<strong>el</strong>igión de Elagabalus en Emesa, <strong>el</strong><br />
ci<strong>el</strong>o es una realidad, pero una realidad en acción como la otra y que reacciona p<strong>el</strong>igrosamente<br />
sobre la otra. Todos esos ritos hacen confluir <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, o lo que de él se desprende, en la piedra<br />
ritual, hombre o mujer, bajo <strong>el</strong> cuchillo d<strong>el</strong> sacrificador.<br />
Esto ocurre porque hay dioses en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, dioses, es decir fuerzas que no esperan sino <strong>el</strong><br />
momento de precipitarse.<br />
La fuerza que recarga los macareos, que hace beber <strong>el</strong> mar a la luna, que hace subir la<br />
lava en las entrañas de los volcanes; la fuerza que sacude las ciudades y deseca los desiertos; la<br />
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