Artaud antonin - heliogabalo o el anarquista coronado
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Librodot H<strong>el</strong>iogábalo o <strong>el</strong> <strong>anarquista</strong> <strong>coronado</strong> Antonin <strong>Artaud</strong><br />
parece tambalear sobre sus bases, estremecerse, girar sobre sí misma como la cabeza de un<br />
caballo que resoplara. El sol ya ha girado. H<strong>el</strong>iogábalo, en <strong>el</strong> extremo d<strong>el</strong> campo de batalla y<br />
volviendo a rienda su<strong>el</strong>ta a la retaguardia de Macrino, recibe en pleno rostro los rayos d<strong>el</strong> sol<br />
poniente. Su luz lo exalta más aún. Ahora ve d<strong>el</strong>ante, muy lejos, cómo se agitan los estandartes<br />
de sus madres. Un bramido grave, sostenido, prolongado, se alza d<strong>el</strong> campo de batalla, en medio<br />
de un olor a polvo, a sangre, a animales muertos, a cuero quemado; en medio de un estrépito<br />
ensordecedor de chatarra, por <strong>el</strong> que de segundo en segundo se suceden los aullidos estridentes<br />
de los heridos. A lo lejos pasan sombras por <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o, mezcladas con los rayos rojos d<strong>el</strong> sol,<br />
extendiéndose en inmensos regueros. Macrino, <strong>el</strong> débil Macrino, escucha <strong>el</strong> crescendo d<strong>el</strong><br />
combate. Siente que la partida que le parecía ganada se reanuda en un sentido desfavorable para<br />
él. Sin embargo, nada está perdido, pero hay que aguantar; y Macrino no puede aguantar. No es<br />
de los que aguantan. Se enloquece. La embestida de H<strong>el</strong>iogábalo ya se acerca. Julia Mesa y Julia<br />
Semia que no han podido atravesar la línea férrea de los pretorianos –más que ligados, parecían<br />
soldados unos con otros-, giran alrededor de <strong>el</strong>los dando alaridos, aplastando algunos cráneos<br />
que se ad<strong>el</strong>antan de la línea impenetrable. Macrino distingue a su derecha en medio de las tropas<br />
que luchan aglutinadas miembro a miembro, y como pedazo a pedazo, una especie de d<strong>el</strong>gada<br />
anfractuosidad. Desgarra su púrpura, la arroja sobre los hombros d<strong>el</strong> primer oficial que<br />
encuentra, lanza su corona sobre la cabeza de un general y, haciendo rodar sus espu<strong>el</strong>as, las clava<br />
en su caballo y se lanza al galope. Al ver esto, sus pretorianos arrojan las armas, se vu<strong>el</strong>ven hacia<br />
H<strong>el</strong>iogábalo que está llegando y lanzan un triple hurra de entusiasmo.<br />
Así culmina la batalla que le abre a H<strong>el</strong>iogábalo <strong>el</strong> camino de la realeza.<br />
Una vez terminada la batalla y ganado <strong>el</strong> trono, la cuestión es ahora volver a Roma, y entrar con<br />
gran esplendor. No como Septimio Severo con soldados armados en pie de guerra, sino a la<br />
manera de un verdadero rey solar, de un monarca que recibe de lo alto su efímera supremacía,<br />
que la ha conquistado por la guerra, pero que debe hacer olvidar la guerra.<br />
Y los historiadores de la época no escatiman epítetos sobre las fiestas de su coronación, sobre su<br />
carácter decorativo y pacífico. Sobre su lujo excesivo. Es preciso decir que la coronación de<br />
H<strong>el</strong>iogábalo comienza en Antioquía hacia fines d<strong>el</strong> verano de 217 y culmina en Roma en la<br />
primavera d<strong>el</strong> año siguiente, después de un invierno pasado en Nicomedia, en Asia.<br />
Nicomedia es la Riviera, <strong>el</strong> Deauville de la época, y es a propósito de esa estada de H<strong>el</strong>iogábalo<br />
en Nicomedia que los historiadores son presa de una rabia loca.<br />
Esto r<strong>el</strong>ata Lampridio, que parece haberse erigido en <strong>el</strong> Joinville de ese San Luis de la cruzada<br />
d<strong>el</strong> Sexo, que lleva un miembro de hombre a guisa de cruz, lanza o espada:<br />
“En un invierno que <strong>el</strong> Emperador pasó en Nicomedia, como allí se comportara de la manera<br />
más repugnante, admitiendo que los hombres realizaran un recíproco comercio de infamias,<br />
pronto los soldados se arrepintieron de lo que habían hecho y recordaron con amargura que<br />
habían conspirado contra Macrino para consagrar ese nuevo príncipe; entonces pensaron en<br />
poner sus miras en Alejandro, primo de ese mismo H<strong>el</strong>iogábalo y a quien <strong>el</strong> Senado, después de<br />
la muerte de Macrino, le había conferido <strong>el</strong> título de César. Pues quién podía soportar a un<br />
príncipe que ofrecía a la lujuria todas las cavidades de su cuerpo, cuando ni siquiera se lo<br />
soporta de los mismos animales. Finalmente, llegó al extremo de no ocuparse de otra cosa en<br />
Roma que de tener emisarios cuya función era buscar exactamente a los hombres mejor<br />
formados para sus abyectos gustos e introducirlos en <strong>el</strong> palacio para que él pudiera gozarlos.<br />
“Además se complacía en hacer representar la fábula de Paris; él mismo desempeñaba <strong>el</strong> pap<strong>el</strong><br />
de Venus, y dejando caer de pronto su ropa a los pies, completamente desnudo, con una mano<br />
sobre <strong>el</strong> seno, la otra sobre las partes genitales, se arrodillaba y, alzando la parte posterior, la<br />
presentaba a los compañeros de libertinaje. También se arreglaba la cara como se pinta la cara de<br />
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