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Boletín de la Real Academia de Córdoba, de Ciencias, Bellas Letras ...

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EL MISTERIO DE LA MADERA<br />

I. PRIMEROS CONTACTOS<br />

SEGUNDO GUTIÉRREZ DOMÍNGUEZ<br />

ACADÉMICO CORRESPONDIENTE<br />

Aprendí a estimar <strong>la</strong> ma<strong>de</strong>ra nada más nacer. En <strong>la</strong> cuna <strong>la</strong>brada primorosamente por<br />

mi padre (Deogracias, Carpintero) para sus seis vástagos, con mi madre, Zósima. Fueron<br />

los primeros meses.<br />

Pasaron muchos arios -treinta-, ya en <strong>Córdoba</strong>. Mis hermanos Lucas, Juan y yo dimos<br />

con una libretita don<strong>de</strong> nuestro progenitor apuntaba el fruto <strong>de</strong> su paciente trabajo en <strong>la</strong><br />

materia que tanto se hacía querer. Entreca<strong>la</strong>dos en esta especie <strong>de</strong> diario, apuntaba los<br />

sucesos familiares que le parecían más importantes: " Hoy 27 <strong>de</strong> Junio <strong>de</strong> 1932 nos ha<br />

nacido el tercer hijo. Se l<strong>la</strong>mará Segundo por su tío y Padrino y también José por <strong>la</strong> mucha<br />

<strong>de</strong>voción que se tiene en el hogar al Santo Carpintero, Padre adoptivo <strong>de</strong> Jesús".<br />

En Bretó, insignificante til<strong>de</strong> en <strong>la</strong> piel <strong>de</strong> España, yo iba creciendo y jugaba, enredaba<br />

y observaba <strong>la</strong>s ma<strong>de</strong>ras. Mi infancia se iba amasando con este material tan cercano. La<br />

ma<strong>de</strong>ra era mi amiga, como el agua, el sol, el pan o el aire. Tenía algo así como vida, color<br />

y perfume, como <strong>la</strong>s flores mayas <strong>de</strong>l prado. Tenía <strong>de</strong>ntro un arcano que pau<strong>la</strong>tinemente<br />

iba comprendiendo; <strong>la</strong>s choperas, los negrillos, los hayedos o los árboles frutales estaban<br />

muy contentos y f<strong>la</strong>mantes a <strong>la</strong>s oril<strong>la</strong>s <strong>de</strong>l Es<strong>la</strong> ( río calmo y límpido si los había). Yo<br />

gozaba viendo a mi padre convertirlos en tab<strong>la</strong>s, machones, ma<strong>de</strong>ros cwuirados o redondos,<br />

<strong>la</strong>rgas vigas rectilineas, curvas pinas, impecables rayos para <strong>la</strong>s ruedas <strong>de</strong> los carros,<br />

cubos torneados por el mismo artefacto que él se había inventado. El carro <strong>de</strong> <strong>la</strong>branza<br />

era <strong>la</strong> pieza reina, por su ensamb<strong>la</strong>je, su cohesión, su exactitud, su vigor, su belleza externa.<br />

Llevaba un tablero a<strong>de</strong><strong>la</strong>nte y mi padre me <strong>de</strong>cía, "anda, Segundín, pinta, lija, cepil<strong>la</strong>, afina<br />

que vamos a terminar este hijo <strong>de</strong> <strong>la</strong> tierra madre".<br />

Mi padre me llevó por primera vez a una ciudad importante: Sa<strong>la</strong>manca. Por varias<br />

causas; una <strong>de</strong> el<strong>la</strong>s comprar <strong>la</strong>s mejores ma<strong>de</strong>ras en <strong>la</strong> feria <strong>de</strong> San Mateo. Me operaron<br />

allí <strong>de</strong> <strong>la</strong>s amígda<strong>la</strong>s.<br />

Tenía ocho arios. Todas <strong>la</strong>s mañanas, al <strong>de</strong>spertar, quedaba enajenado ante <strong>la</strong> catedral,<br />

puente, monumentos y edificios que se me antojaban <strong>de</strong> oro macizo.<br />

Des<strong>de</strong> los cinco arios hasta los once, mi quehacer al salir <strong>de</strong> <strong>la</strong> escue<strong>la</strong>, era posesionarme<br />

<strong>de</strong> <strong>la</strong> Carpintería o ebanistería como si fuera propia. Me familiaricé con los yugos, los<br />

arados o los bieldos; los aperos <strong>de</strong> <strong>la</strong>branza o los armarios. Me maravil<strong>la</strong>ba ver actuar<br />

(en aquel sitio, <strong>la</strong> última casa <strong>de</strong>l pueblo que daba al río,) al ser que -con mi madre- más<br />

quería. Me imponían los altísimos carpontes, los po<strong>de</strong>rosísimos aros <strong>de</strong> hierro que coronaban<br />

y fortalecían <strong>la</strong>s ruedas <strong>de</strong> encina, trabajadas con primor. Des<strong>de</strong> <strong>la</strong>s gran<strong>de</strong>s cómodas<br />

hasta <strong>la</strong>s virtuosas conso<strong>la</strong>s. Las cruces, <strong>la</strong> barca <strong>de</strong>l señor Enrique, que podía hasta

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