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oca de otros. De la observación del mundo con la mirada han nacido las ciencias naturales, y<br />
podemos constatar el progreso que han supuesto en la cultura europea.<br />
Pero es bien sabido que, ya en el siglo IV antes de Cristo, en Atenas, los llamados escépticos<br />
pusieron en duda la validez del conocimiento adquirido con los sentidos externos. Por ejemplo,<br />
vemos los colores del prado pero... ¿vemos realmente? Si existe una ceguera para los colores, con<br />
mayor razón existirán diferencias individuales que no se pueden verificar. La conclusión que sigue<br />
es el escepticismo teorético: no somos capaces de conocer la verdad sino sólo la apariencia de<br />
verdad (dóxa).<br />
No se hizo esperar la respuesta de los filósofos clásicos: Sócrates, Platón, Aristóteles. Es<br />
verdad que nuestros ojos corporales son relativos, que no alcanzan lo verdadero. Pero por fortuna<br />
tenemos también el ojo interior, la mente, la inteligencia, y ésta descubre infaliblemente las ideas, el<br />
lógos de las cosas. El conocimiento de la verdad no pertenece a la ciencia física sino a la<br />
«meta-física». Su órgano es la mente, que es la facultad divina del hombre, y la misma mente es<br />
también capaz de captar a Dios. Por eso, la auténtica filosofía, según Aristóteles, es la «elevación de<br />
la mente a Dios». Vara este filósofo, contemplar a Dios es la verdadera felicidad del hombre. Cabe<br />
preguntarse cómo puede concordar este ideal filosófico, pagano, con la enseñanza bíblica sobre la<br />
observancia de los mandamientos y el primado del amor.<br />
Pero también en el ambiente cristiano, especialmente en el siglo IV, surgió una especie de<br />
escepticismo teológico. Los arrianos eran maestros en producir ideas y conceptos preciosistas<br />
cuando discutían sobre la Santísima Trinidad. La respuesta de los Padres capadocios es unánime:<br />
sus artificios mentales no son más que vanidad. El Dios cristiano es incognoscible, inalcanzable con<br />
el intelecto: habita en una luz inaccesible (1 Tim 6,16).<br />
Entonces ¿es imposible la contemplación, o sea, el deseo de ver a Dios, en el ambiente<br />
cristiano? Es verdad que las cosas espirituales no se pueden captar con los sentidos y tampoco con<br />
la razón lógica, metafísica. Sin embargo, el evangelio promete la visión de Dios a quien tiene el<br />
corazón puro (Mt 5,8).<br />
De ahí se deduce que la contemplación cristiana no es física ni metafísica, sino «metametafísica»<br />
—como afirman también los pensadores rusos—, es una intuición del corazón puro.<br />
Consigue captar lo que Dios quiere comunicarnos a través de las cosas creadas, lo que quiere<br />
decirnos en los acontecimientos de nuestra vida, lo que quiere revelarnos en el curso de la historia.<br />
Es difícil expresarlo en palabras, porque, como dice Máximo el Confesor, en medio de los escollos<br />
de la situación presente, se toca el misterio divino, que se percibe sólo «a tientas».<br />
Dejando para más adelante la cuestión del «corazón» y lo que por este término entienden la<br />
Biblia y la tradición espiritual, ahora nos preguntamos cómo se purifica el corazón para ser una<br />
fuente límpida en la que se refleje el cielo. La respuesta de los monjes antiguos es unánime: con la<br />
observancia (le los mandamientos, con las buenas obras. Esto se expresa con el término griego<br />
práxis. De ahí el principio: «A la theoría se llega por medio de la práxis». Se pueden leer también<br />
numerosas expresiones equivalentes como: las virtudes conducen al conocimiento, el camino del<br />
conocimiento espiritual pasa por la observancia de los mandamientos. Los cristianos han<br />
conservado como definición tradicional de la oración «la elevación de la mente a Dios». Pero,<br />
superando el racionalismo de los filósofos griegos, advierten que la mente no podrá avanzar ni<br />
realizar esa ascensión sin haberse ejercitado en la vida cristiana, siguiendo el ejemplo de Cristo.<br />
La vida en Cristo resume todas las virtudes, pero sobre todo la caridad. El Oriente cristiano ha<br />
permanecido siempre fiel a la idea de que el amor y el conocimiento están estrechamente unidos.<br />
Escribe B. Vyseslavcev: «Resulta profética, respecto al intelectualismo reciente, esta expresión de<br />
Leonardo da Vinci: "Un gran amor es hijo de un gran conocimiento". Nosotros, cristianos<br />
orientales, podemos decir a la inversa: un gran conocimiento es hijo de un gran amor».<br />
En el rito bizantino, la profesión de fe del Credo se introduce así: «Amémonos los unos a los<br />
otros para profesar unánimes: Creo en un solo Dios Padre...». Está claro que sin la caridad es