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añade: «Es necesario que, una vez purificados de nuestras culpas, tengamos delante de los ojos<br />
nuestras culpas». Los autores orientales hablan a menudo de la necesidad del dolor continuo, de la<br />
compunción duradera del corazón, del llanto incesante.<br />
Hemos escuchado al abad Poimen que nos aseguraba el perdón rápido de los pecados. Y he<br />
aquí una sentencia suya bien distinta. Un día, yendo a Egipto, vio a una mujer sentada en un<br />
sepulcro que lloraba amargamente. Y dijo: «Aunque le vinieran todas las dulzuras de este mundo,<br />
no podría distraer su alma del luto. Así también el monje debe tener en él el luto por sus pecados».<br />
Hay muchos documentos sobre la compunción. En lengua siríaca a los monjes se les llama<br />
abîla, penitentes, que lloran. Su hábito es un hábito de penitencia, de luto. En la liturgia oriental<br />
abundan las llamadas «oraciones cataníticas», penitenciales (en griego katányxis, compunción,<br />
contrición).<br />
Pero en esto hay otra contradicción. La tristeza aparece en la lista de los ocho vicios capitales<br />
y es considerada muy peligrosa para el monje: le puede hacer perder su vocación. Entonces, en esta<br />
materia ¿había confusión de ideas en los Padres? No hay que caer en un juicio demasiado<br />
superficial. Ellos sabían muy bien que se deben distinguir distintos aspectos. Por eso dieron también<br />
nombres diferentes a cada uno de esos aspectos.<br />
En primer lugar, se debe distinguir la tristeza nociva de la saludable. La primera en griego se<br />
llama lýpe, la otra pénthos. El hombre está triste cuando pierde algo. Hay pérdidas de poco valor: en<br />
esos casos, no es razonable entristecerse. Pero los monjes consideraban de escaso valor muchas de<br />
las cosas que los hombres del siglo apreciaban. Por eso, tenían prohibido llorar por la pérdida del<br />
dinero, de la casa, del puesto social. Incluso debían mostrarse insensibles cuando les llegaba la<br />
noticia de la muerte de los familiares. En esos momentos debían manifestar la fe gozosa en la vida<br />
eterna.<br />
Lo único que para el hombre espiritual tiene un precio inestimable es la gracia de Dios. Su<br />
pérdida sí que debe producir llanto. Éste es un luto sagrado. Pero ¿cuánto debe durar? Poco, porque<br />
va unido a la fe en la misericordia de Dios y al perdón de los pecados tan accesible. Ese dolor,<br />
unido en los casos graves a la confesión sacramental, se llama en griego metánoia.<br />
La compunción, el llanto continuo, tiene en griego otro nombre: pénthos. Es una cosa distinta<br />
de la tristeza. Por eso, san Juan Clímaco habla de la tristeza y de la compunción en dos capítulos<br />
distintos. El pénthos es llanto, pero no tristeza. Es el sentimiento contrario: el consuelo porque Dios<br />
es tan misericordioso que ha perdonado todos nuestros pecados y podemos considerarnos hijos<br />
suyos, a pesar de que hemos pecado.<br />
Quien tiene ese sentimiento puede traer a la memoria todos sus pecados. No le entristecen<br />
más. Y, si llora, esas lágrimas tienen la dulzura del consuelo. Es un «bienaventurado que llora» (Mt<br />
5,4).<br />
El autor siríaco Juan el Solitario distingue los tres grados de perfección teniendo en cuenta los<br />
tres componentes del ser humano: 1) los somáticos, preocupados por el cuidado del cuerpo; 2) los<br />
psíquicos, que se centran en la actividad del alma; 3) los pneumáticos, hombres espirituales. Los<br />
tres pueden llorar. Los somáticos lloran por las pérdidas materiales, por los dolores del cuerpo. El<br />
llanto del psíquico en la oración está provocado por estos pensamientos: el temor al juicio, la<br />
conciencia de los propios pecados, la meditación sobre la muerte, etc.<br />
«En cuanto al llanto del hombre espiritual, los pensamientos que lo producen son: la<br />
admiración de la majestad de Dios, el asombro por su sabiduría y otras cosas semejantes... Ese<br />
llanto no viene de una emoción de tristeza, sino de una inmensa alegría.»<br />
El llanto de los espirituales tiene un gran efecto purificador para nuestra parte afectiva. Decía<br />
el abad Amona: «El pénthos elimina serenamente todos los defectos». Amona era discípulo de san<br />
Antonio. Y también de este último se dice que lloraba a menudo, recordando sus propios pecados.<br />
Por eso escribe Atanasio: «El rostro de san Antonio tenía un don sorprendente..., no se turbaba<br />
nunca, así de pacificada estaba su alma». San Efrén dice que «un rostro lavado por las lágrimas es<br />
de una belleza imperecedera».