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Pensar el Cuerpo<br />
escribe Mariel García<br />
El rostro<br />
también es cuerpo<br />
La imagen de cuerpo humano más extendida<br />
en las sociedades occidentales halla sus raíces<br />
en la modernidad (fines del siglo XVI y comienzos<br />
del XVII), cuando el teocentrismo típico del<br />
medioevo fue desplazado por el ideario antropocéntrico<br />
que ve en la persona un individuo y<br />
en el cuerpo, un objeto.<br />
En las civilizaciones medievales de Europa Occidental<br />
y también en grupos tribales y/o comunitarios,<br />
el hombre no se diferencia de sus semejantes,<br />
su singularidad queda disuelta en los lazos<br />
que lo unen consustancialmente a los otros y a la<br />
naturaleza, siendo el cuerpo el vehículo de esa<br />
ligazón, “el signo de una inclusión del hombre en<br />
el mundo”1, y el rostro una parte más que sólo se<br />
distingue del resto por ser la que más útil resulta<br />
a los fines de identificar a alguien.<br />
Cuando el hombre se vuelve individuo, cuando<br />
el yo se antepone al nosotros, el cuerpo cambia<br />
de entidad: se convierte en el límite de la persona,<br />
en aquello que la diferencia y la separa de<br />
los demás y del universo. Pero además el sujeto<br />
moderno se encuentra escindido respecto de sí<br />
mismo, dado que su cuerpo deja de formar parte<br />
de la definición de su ser para pasar a constituir<br />
un objeto exterior. Se instaura así la dualidad<br />
hombre-cuerpo, en la que rostro antes que designar<br />
una zona específica de este último, refiere<br />
a la individualidad y singularidad de aquél,<br />
creándose la identidad entre rostro y persona.<br />
1Le Breton, David (2010) Rostros. Ensayo antropológico. Buenos Aires: Letra Viva. Pág. 28.<br />
2Le Breton, David (2011) La sociología del cuerpo. Buenos Aires: Nueva Visión. Pág. 74.<br />
3Aunque esto no es absoluto, como se verá luego en relación al ojo háptico.<br />
La cara, junto al sexo, es el lugar más investido,<br />
el más solidario al Yo. [...]. El valor simultáneamente<br />
social e individual que distingue al rostro<br />
del resto del cuerpo, su eminencia en la aprehensión<br />
de la identidad se relaciona con el sentimiento<br />
de que el ser por entero se encuentra<br />
allí. La infinitesimal diferencia de la cara para el<br />
individuo es objeto de una incansable interrogación:<br />
espejos, retratos, fotografías, etcétera2.<br />
La distinción sigue operando al interior del rostro,<br />
donde los ojos y la visión se erigen como los<br />
órganos y el sentido superlativos. Justamente la<br />
visión es el sentido de la distancia, el que mantiene<br />
a los cuerpos separados unos de otros3,<br />
mientras que en el otro extremo el tacto es el<br />
sentido de la proximidad y la fusión, aquel que<br />
mezcla los cuerpos derribando las fronteras personales.<br />
El mismo movimiento que deslinda al rostro del<br />
cuerpo, lo acerca al alma, a la verdad íntima<br />
del sujeto. Y los ojos, a la vez que transparencias<br />
que revelan esa interioridad (“lo vi en sus<br />
ojos”, “me lo dijo con la mirada”), son ventanas<br />
que permiten acceder a la luz del mundo<br />
exterior y conocerlo (de ahí que expresiones<br />
como “desde esta perspectiva”, “según este<br />
punto de vista”, “hacer foco”, etc., se asocien<br />
al conocimiento).<br />
En mis observaciones y en mi propia experiencia<br />
de danza, advertí que la tendencia general