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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>50<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>devoraban alegremente en la cocina.Festejaron Navidad con un banquete. La señorita Leonides, dando rienda sueltaa fantasías mucho tiempo postergadas, decoró el comedor hasta volverlo irreconocible.Sobre la mesa desplegó una imponente orografía de golosinas. Tomaron champán.Se rieron a carcajadas. La señorita Leonides se puso a bailar sola y a arrojar besosa una imaginaria concurrencia. Como siempre, terminó llorando.“Señor, “Señor”, suplicaba la señorita Leonides, “no me quites esta felicidad”.Pero una inexorable herrumbre atacaba ya a toda aquella doradura.El rostro de Cecilia mostraba, así como una medalla muestra su anverso y su reverso,a ratos una infinita dicha y a ratos una sorda desesperación, y como esas expresionesiban unidas a la sardónica sonrisita que no se le caía nunca de los labios, sufisonomía cobraba de pronto un tinte de astucia y de malicia, como la de esos emperadoresromanos cuyo porte severo se contradice con la boca socarrona que parecedejar traslucir no se sabe qué pérfido regocijo interior. Pero otras veces la medalla sevaciaba de ambos lados, y en su sitio aparecía fugazmente el perfil de una niña que,sola en la noche, oye un ruido de pisadas que se acercan.Cada vez que esa patética niña tomaba el lugar de Cecilia, a la señorita Leonidesse lo oprimía el corazón.“Dios mío, Dios mío”, rogaba, presa de una profunda congoja.Al culminar el verano, la señorita Leonides casi no conoció otra compañía que lade esa chiquilina aterrada que escuchaba un rumor de pasos. Era inútil que la tomarade las manos, que la estrechara contra su seno, que le dijera:—Ya verás, ya verás, todo irá bien.¿Qué es lo que iría bien? Cecilia estrujaba desesperadamente las manos queaprisionaban las suyas; el pánico de los ojos por un lado y la titilante sonrisita por elotro se acentuaban y como se separaban; gemía, en una especie de vagido:—Tengo miedo... tengo miedo...Tal vez, desde su sueño, ella sabía lo que la señorita Leonides aún ignorabadesde el suyo.Sabía que cuando las pisadas se detuviesen y el visitante llamara, ella deberíadespertar, saltar fuera del sueño y abrir una puerta y salir, y que entonces la puertase cerraría a sus espaldas y ella ya no podría volver a entrar.Sabía que el médico, un desconocido al que la señorita Leonides localizó graciasa una chapa de bronce, diría en un tono sentencioso y sumario:—Habrá que elegir entre la madre y el hijo.Y que la señorita Leonides, espantada, balbucearía:—Pero doctor, ¿quién ha de decidirlo? Mi hija —(¡Oh querida, oh amada LeonidesArrufat)—, mi hija no está en condiciones de tomar una decisión así, usted ve.—Veo, señora, veo —contestaría el médico, contrariado porque lo obligasen adar explicaciones—. Pero a los dos no podremos salvarlos.Tal vez ella ya sabía lo que el médico tampoco sabía. Sabía que, contrariamentea lo que afirmaría ese pedante, no habría nadie a quien salvar ni nadie a quien condenar.Y querría advertírselo a la señorita Leonides, pero no encontraría las palabras,no hallaría el medio de trasegar, de una a otra irrealidad, el agua subterránea deaquella premonición. Y por eso, cada vez más frecuentemente, gemía, se agitaba enespasmos convulsos, la repugnante sonrisita forcejeaba entre sus labios como queriendosoltarse.

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