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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>28<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>—¿Y ahora de qué te ríes? No te rías. Te ordeno que no te rías, Cecilia. Hola,hola, me parece que hueles a alcohol. ¿Has bebido? Es lo único que faltaba. Que teemborrachases.—Sales a tu padre —rezongó la otra vieja.—¡Mercedes!—Pero es que...—Callate.Otro silencio, y el balido recomenzó:—¿Y hoy qué pasa, que nos tienes aquí sin servirnos el té? Vamos, Cecilia, apúrate.La joven se puso de pie y corrió hacia los fondos de la casa, tal como si la señoritaLeonides le hubiera dicho: “querida querida”. “Por lo visto”, pensó la señoritaLeonides, “cualquiera puede darle cuerda a mi muñequita”. Y sintió una especie decelos.Durante un rato en el comedor no pasó nada. Las dos viejas permanecían rígidasy mudas como estatuas. Pero de pronto esa inmovilidad se quebró. Y la señoritaLeonides, atónita, asistió a una escena tan impecablemente jugada que en seguidacomprendió que aquellas dos actrices venían representándola desde hacía muchotiempo. Mercedes, rechoncha y de andar plantígrado, se ponía de pie, se dirigía haciala puerta del comedor, desde allí vigilaba el regreso de Cecilia. Una pausa, y ahoraera Encarnación la que se levantaba, erguía un largo cuerpo de ofidio, iba derechamentehacia una vitrina, la abría, con movimientos limpios como pases magnéticos seapoderaba de algo, lo guardaba en su bolso, cerraba el mueble, volvía al sillón y sesentaba. A poco Mercedes se le reunía. Las dos mujeres se transformaban de nuevoen esfinges. No se oía ni el zumbido de una mosca.La única espectadora de aquella pantomima, desde su escondite, hervía de indignación.Aprovechó la algazara que levantaron las dos viejas cuando Cecilia apareciócon el té para escabullirse fuera del antecomedor. Durante más de una hora sepaseó de un extremo al otro del dormitorio. Y si desde abajo oían sus pisadas, mejor.Se le importaba un rábano. “Ladronas, ladronas”, mascullaba. Ahora estarían atracándosecon el té que les había preparado la pobre chica. Y un rato antes, como dosarcángeles, la cubrían de reproches. Miren quiénes. Arrastradas. Arrastradas. Arrastradasarrastradasarradas.Se sentó en el sillón de terciopelo y esperó. Debió esperar casi una hora, porquelas dos viejas canallas no se fueron sino con las primeras sombras de la noche. La señoritaLeonides no había encendido, por prudencia, la lámpara. Miraba, abstraída, elfuego, cuyas reverberaciones, iluminándola desde abajo, le convertían el rostro enuna calavera púrpura que hacía guiños.Cecilia entró en el dormitorio, se sentó en el suelo y, como parecía ser su costumbre,apoyó la cabeza en las rodillas de la señorita Leonides. Aparentaba hallarsesingularmente alegre. Las palabras de las visitantes, por lo visto, habían resbaladosobre ella sin herirla.“Aún le dura la borrachera”, pensó la señorita Leonides. Y dijo:—¿Ya se han ido, por fin, esas dos?La mata de pelo rubio se agitó de arriba hacia abajo y empolló una risita.—Y tú que me asegurabas que no vendría nadie... —prosiguió la señorita Leonides.Nuevos gorgojeos de hilaridad explotaron bajo el plumón rubio.

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