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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>21<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>ceas, en traslúcidas mermeladas, en perfumado té con leche, y que luego ascendíanradiosamente hasta su boca; maniobró con cuchillos cargados, como diminutas grúas,de dulce y de manteca; trituró tostadas que le llenaban el cráneo de ruido, medialunastiernas como tiernos pollos deshuesados, trozos de una torta que se desleía sobrela lengua y derramaba los más sorprendentes, los más imprevistos, los más exquisitossabores. A ratos levantaba hacia la joven unos ojos sin pensamientos, unosojos de mica, la joven le sonreía, ella le devolvía maquinalmente la sonrisa, y seguíadevorando.Hasta que todo el monumento quedó reducido a ruinas. Entonces la señoritaLeonides se juntó otra vez con su espíritu, se recostó en la silla, dio un magistral suspiroque a mitad de camino se le metamorfoseó en un eructo, miró tímidamente a lajoven, murmuró, como excusándose:—Delicioso. Muchas gracias.Y experimentó una repentina simpatía por aquella joven.La muchacha, cada vez más parecida a una honesta sirvienta polaca o alemana,tomó la bandeja con los modos tranquilos de quien repite un acto cotidiano y se lallevó. La señorita Leonides se puso de pie, se quitó el sombrero, se quitó el abrigo, seaflojó el cinturón, y fue a instalarse en la poltrona de terciopelo. (Al pasar cruzó unamiradita con la Leonides del espejo de luna, las dos se encogieron de hombros, lanzaronuna breve risa y puestas de acuerdo, se separaron). La señorita Leonides se sentíasúbitamente optimista y no sabía por qué. Olas de abnegación y de bondad le trepabanpor el cuerpo. Tenía ganas de conversar. De conversar con la muchacha, con alguien,con cualquiera. El mundo es hermoso. La gente es simpática. Hay que vivir.Así son de profundos los efectos de un tremendo desayuno.Cuando la chica volvió, la señorita Leonides, balanceando una pierna y pasándosela lengua por los dientes, le preguntó:—Querida, ¿de veras estamos solas?La muñequita dijo que sí con toda su cabezota.—Y ese desayuno, ¿lo preparaste tú?Otra vez la cabezota se sacudió como la de una marioneta.— ¿Sin la ayuda de nadie?Una sonrisita socarrona afloró entre los labios pulposos.—¿No se acuerda? ¿No se acuerda, mamá?— farfulló con una voz de algodón,como si hablase con la boca llena— ¿No se acuerda?—¿No me acuerdo de qué, querida?—Despedimos a Rosa y a Amparo. ¿No se acuerda, no se acuerda?—Ah, si. Pero abajo, ¿hay alguien más?—Nadie, nadie.Pero la señorita Leonides procuraba asegurarse.—Y después, digamos esta tarde, o mañana, u otro día, ¿quién vendrá? ¿Tendrásvisitas?—Nadie, nadie.Está bien, nadie. Por lo visto, aquella desdichada no tenía familiares ni amigos,vivía sola en la vasta mansión, estaba sola en el mundo. La señorita Leonides se sintióíntimamente complacida.—Querida —dijo en un tono insinuante—, ¿te gustaría que me quedase aquí, avivir contigo?En seguida se arrepintió. Había dado un paso en falso. Por toda respuesta, la

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