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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>20<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>ahora la muchacha rompería a llorar.Y no, no. Paradójicamente, la muchacha no sólo no rompió a llorar, sino queemitió una risita aguda y barboteó:—Desayuno, desayuno.Hizo un ademán como pidiéndole a la señorita Leonides que esperase, y salióprecipitadamente.De pie en el centro de aquella amplia habitación, la señorita Leonides pestañeaba.¿Había oído bien? ¿La muchacha había dicho: desayuno, desayuno? Vaya, sequedaría un rato más, a ver qué significaban aquellas palabras y el ademán protector.Sí, ¿por qué no? Después de todo, no estaba cometiendo ninguna mala acción. Si alguien,digamos un pariente, un amigo, aparecía, ¿qué podía reprocharle? Nada. Desayuno,desayuno. Vaya, esperemos.Y penetrada de un súbito bienestar, la señorita Leonides se envainó en un exactosillón de terciopelo índigo. Pero no, hay que aprovechar mejor el instante en que nosdejan solos. Se puso de pie, se asomó fugazmente al balcón, volvió adentro, hojeóvarios libros apilados sobre una especie de pupitre (libros de poesía, algunos en unidioma extranjero, todos signados en la primera página por una firma prolija: JanEngelhard y una rúbrica como la cola de un cometa y tres puntos como tres estrellas),abrió el ropero (mil vestidos de mujer), abrió una puertecita oculta tras unbiombo (la puertecita daba a un cuarto de baño inmenso como una piscina romana) yla cerró inmediatamente, como si hubiera sorprendido allí a un hombre haciendo susnecesidades; admiró una chimenea de piedra (con sus morillos cargados de leña, listapara ser encendida), un reloj de péndulo (las diez y quince, ya), innumerablesestatuillas de marfil, de jade, de raras sustancias tornasoladas, y estaba acariciando elcobertor de raso cuando la joven reapareció.La señorita Leonides enderezó instantáneamente la espalda y, como si la hubiesenpillado en falta, se ruborizó. (Tonta. Como que, para la joven, ella estaba en supropia casa y en su propio dormitorio). Pero el espectáculo que presenció en seguidale hizo olvidar sus rubores, el cobertor de raso, las estatuillas, el reloj que marcaba lasdiez y quince, el baño del emperador Caracalla, los mil vestidos de mujer, los libros,Suipacha, el aposento, la casona, el mundo, todo. Porque la joven había entrado sosteniendocon ambas manos una gigantesca bandeja. Y sobre esta bandeja de elevaba,en plata y porcelana, el más excelso servicio de desayuno que alguien que esté en susano juicio pueda imaginar. La joven depositó aquel monumento sobre una mesita,acercó una silla y luego se volvió hacia la señorita Leonides, como invitándola aaproximarse.La señorita Leonides de repente vio todo turbio. Los ojos se le nublaron. Unhambre caníbal se le despertaba rabiosamente en el fondo de las vísceras. El estómago,los pulmones, el corazón, la cabeza, todas sus entrañas se sensibilizaban, el mismoescorpión las roía todas. Sin quitarse el sombrero, tambaleante, se acercó a la mesitay se sentó.Las manos le temblequeaban. Tuvo una última vacilación. Miró a la joven. Perola joven, de pie a su lado, tenía el aire respetuoso de una criada de confianza que asistea su patrona. Entonces la señorita Leonides no espero más, el hambre era más fuerteque la buena educación, que la vergüenza y el disimulo. Como a un dios hindú,diez brazos le brotaron a derecha y a izquierda, y con esos tentáculos ondulando todosa un tiempo cayó sobre la bandeja. Durante largo rato su conciencia desapareció.Una Leonides Arrufat astral manipuló cucharitas que se sumergían en jaleas rosá-

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