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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>27<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>vacíos, pero ni una modesta sortija apareció.No importaba. Con paso ondulante la señorita Leonides regresó junto al espejoy volvió a admirarse. ¿Era ella esa mujer peinada con raya al medio, pintarrajeada, deojos de tigre, el cuerpo enfundado en un ajustadísimo traje de seda y con una capa depiel cubriéndole apenas los hombros desnudos?Bebió otra copa.Y de golpe se echó a llorar. No sabía por qué lloraba. Pero lloraba. Las lágrimasle corrían por las mejillas, arrasaban los cosméticos, le saltaban al escote, mojaban laseda del vestido.(La marioneta ya no se reía. Estaba inmóvil y observaba a la señorita Leonidescon el ceño fruncido).En ese instante se oyeron lejos, en la planta baja, varios golpes.La niebla alcohólica se disipó como una burbuja dentro de la cabeza de la señoritaLeonides.—¿Qué es? ¿Qué son esos golpes? —preguntó con voz queda.La chica se había puesto velozmente de pie y corría a espiar desde el balcón.—¿Quién es? Por favor, ¿quién es? —repitió la señorita Leonides, sin osar moversede su sitio.—Encarnación y Mercedes —cuchicheó la joven, separándose del balcón y atravesandoa la carrera el dormitorio.—Por favor, por favor —rogaba la señorita Leonides— No les digas que estoyaquí.Pero ya la joven había desaparecido.La señorita Leonides siguió clavada en el piso. Vestida de fiesta, con la capa sobrelos hombros y la cara hecha un desastre, ofrecía, a cambio de no ser descubierta,e! holocausto de la más absoluta inmovilidad.Pero al cabo de media hora ese cadáver se recobró, y la curiosidad sucedió alpánico. Se descalzó, se quitó la estola de piel, y procurando volverse ingrávida inicióel descenso a los infiernos. Ahora no se orientaba por una luz, sino por varias vocesde mujer que parloteaban en uno de los aposentos del frente. Llegó a una salita yluego a un antecomedor. Desde allí, y a través de una puerta de vidrios cubierta conun cortinaje de tul, distinguió a las visitantes, familiarmente repantigadas en sendossillones. Eran dos viejas de pelo blanco. La chica se había sentado en el borde de unasilla y miraba obstinadamente el suelo, con el aire de un reo que comparece delantede un tribunal.—Cecilia —decía en ese momento una de las viejas, cuya voz, ronca y curiosamentemetálica, se cortaba a cada sílaba y hacía recordar el balido de una cabra—,ayer estuvimos en el cementerio. Sobre la tumba de tu pobre madre no había ni unaflor. Se ve que hace mucho tiempo que no vas por allá. ¿Te parece bonito?Otra voz, tarda y pastosa, un chorro de aceite goteando sobre la arena, agregó:—Tu pobre madre ha muerto, Cecilia. Tenés que convencerte, y no andar buscándolapor la calle. ¿Me oís?—¡Mercedes! —la amonestó la primera vieja.—Pero es que...—Callate.Hubo un silencio. Cecilia (de modo que se llamaba Cecilia) jugueteaba con lafalda del vestido, se sacudía toda. ¿Lloraba?La cabra golpeó con la pezuña en el piso y bababaló:

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